Rigoberto Lanz

rlanz@orus-int.org

Cultura y mercado: ¿Qué dicen los conservadores?1

Caracas, julio de 2004

“…El reconocimiento de la naturaleza específica de los bienes y servicios culturales, la protección y la promoción de las expresiones culturales, la preservación del derecho de los Estados de elaborar las políticas culturales y las medidas apropiadas                         para la protección y la promoción de las expresiones culturales…”

Convención sobre la Protección de la Diversidad de contenidos culturales. UNESCO/Paris/Julio, 2004

El debate que se libra desde hace mucho sobre  la cuestión de la producción cultural y sus múltiples implicaciones en relación al Estado, a los movimientos sociales y a la comercialización de bienes y servicios de este signo, adquiere hoy la impronta de un escándalo mayúsculo. ¿Por qué?  En buena medida porque llegó la ahora de sincerar lo que cada persona o grupo tiene en mente como “cultura” (tanto como “educación” o “ciencia y tecnología” que forman parte del mismo paquete de problemas) No se trata sólo de una confrontación de opiniones en el seno de un foro sin trascendencia. Esta vez se trata de opiniones ligadas directamente con decisiones, con marcos normativos, con compromisos de empresas, gobiernos y personas (OMC, por ejemplo) Por ello la discusión adquiere de inmediato el signo de una postura política, el carácter de un posicionamiento frente a líneas de acción con enormes repercusiones. Opinar esto o aquello no sólo permite rotular –de izquierda o de derecha—una visión para beneficio de un periodismo amarillista. Ello encarna  de manera muy precisa la concepción valórica con la que se mueven los diferentes operadores políticos, el juego de intereses que está siempre por detrás de las distintas apreciaciones sobre la cultura, en fin, las correlaciones de fuerza que después de todo son las que dictaminan el curso de estos debates.

¿”Nacionalismo cultural”?

Digamos de entrada que todo nacionalismo es sospechoso. En el caso que nos ocupa es absolutamente falso que la orientación inspiradora de lo que hoy se hace (desde la UNESCO y desde muchísimos ámbitos locales, regionales y mundiales) en materia de protección de la diversidad cultural sea una suerte de “nacionalismo”. No es descartable que grupos etnocéntricos en diversos países del mundo puedan apelar a un arrebato xenofóbico para “defender” al país, la cultura o cualquier cosa (como el “Frente Nacional” en Francia, por ejemplo). Pero confundir esta suerte de excrescencia ideológica con los fundamentos intelectuales que orientan esta lucha en todo el mundo, es una deliberada manipulación.

El asunto es otro. Se trata de asumir cabalmente todas las implicaciones de una mundialización no hegemónica que privilegia la noción de intercambio solidario en todos los terrenos (incluido el campo de las industrias culturales, las prácticas estéticas, científicas y educativas en su radical diversidad). No se trata de la hipocresía de implorar equidad y justicia para los intercambios culturales dando por “buenos” los  otros mercados, es decir, omitiendo una consideración sustantiva sobre la naturaleza de los modelos socio-económicos que padecemos a escala planetaria. La estrategia neoliberal es perfectamente clara en esta materia: se trata de extender a todos los bienes y servicios de la sociedad la misma lógica que funciona en el terreno de la economía y el comercio convencionales. Hasta ahora ha habido celos y restricciones en la comercialización de bienes y servicios culturales. El asunto para esta ideología es terminar de barrer esas limitaciones (lo cual es demasiado coherente con los intereses de las corporaciones que monopolizan el mercado de las industrias culturales en todo el  mundo)

Frente a estos intereses económicos y la ideología que le sirve de coartada lo que se está proponiendo desde las UNESCO es una “Convención Internacional” que sirva de instrumento jurídico para permitir que la diversidad cultural (lo mismo que la bio-diversidad) no sea escamoteada en nombre del “mercado”, la “libre empresa” o la “libre circulación de bienes y servicios”. Es demasiado claro que las prácticas culturales de los pueblos del mundo no “circulan libremente” en el mercado de las industrias culturales. Esa es una enorme mentira. Esos “bienes culturas” (prácticas, discursos, tradiciones, patrimonios, sistemas axiológicos, etc.) están portados en la sensibilidad de la gente, en su vida cotidiana, en los imaginarios colectivos de grupos humanos repartidos en todo el globo terráqueo. Esos grupos humanos habitan territorios simbólicos desiguales, territorios socio-económicos desiguales, territorios geográficos desiguales. Estas asimetrías son estructurales; brutalmente excluyentes. Desde allí no hay posibilidad alguna de intercambio justo, de diálogo de saberes, de encuentro de civilizaciones. La falacia de un mercado “igualador” de estas asimetrías es justamente el truco de una “globalización” vendida como “universalización”. La cultura no es “universal”; la ciencia no es “universal”; la educación no es “universal”. En todos esos ámbitos se juega siempre una matriz de contenidos específicos (de grupos dominantes que hacen aparecer sus intereses como si se tratara del “bien común”). Las asimetrías de ese mercado las paga alguien. Sería una ingenuidad imperdonable tragarse el cuento del mercado como mecanismo “natural” para que la diversidad cultural se exprese. En la aberración de “mercado” que predomina en todas partes sólo concurren los bienes y servicios que son rentables. Todo lo demás es bambalinas. Esa lógica es implacable. Los mercaderes de la cultura lo saben. Los empresarios del arte viven de eso. Los negociantes de la educación lo tienen bien claro.  Los mercaderes de la tecno-ciencia lo tienen igualmente claro.

La pregunta es entonces: ¿Qué pasa con los bienes y servicios que no circulan por ese “mercado”? Desde el darwinismo de la ideología neoliberal se diría con gran impavidez que tales prácticas no son sostenibles, por tanto, que se atengan a las consecuencias. ¿Cuáles consecuencias? Sencillas: que desaparezcan (si nadie las “compra” será que son “malas”)

Lo que estamos sosteniendo desde la perspectiva del “Proyecto de Convención sobre protección de la diversidad cultural” que impulsa las UNESCO es que las prácticas culturales de todos los grupos humanos que pueblan la Tierra deben ser garantizadas en su preservación y desarrollo. Esa preservación y desarrollo no tienen nada que ver con el “mercado” sino con la expansión –creciente—de todas las posibilidades de intercambio cultural (que las enriquece, que las hace visibles, que las pone a disposición de otros pueblos) ¿Quién puede garantizar esta preservación y desarrollo? Una acertada combinación de autogestión cultural afirmada en la gente y sus prácticas, políticas públicas expresamente formuladas con estos fines, marcos contextuales propiciantes del diálogo de saberes, del encuentro de civilizaciones, de una interculturalidad intensamente vivida por todos los pueblos el mundo.

En esa combinación hay una parte importante que corresponde a los Estados, a las agencias internacionales, a organizaciones para-estatales de diversa  índole. Pero sobre todo, a las propias comunidades que son en fin de cuentas los actores fundamentales del asunto. No se trata de escoger entre el “mercado” o una legión de burócratas que deciden. Este es un falso dilema, una vez más. De lo que se trata es de impulsar políticas públicas que abran cauce para que la diversidad se exprese, para que estimule la presencia de todas las prácticas culturales en todos los escenarios  que les son consustanciales. Allí no cabe la vieja imagen de culturas “superiores” e “inferiores”, tampoco el reduccionismo de creer que cultura son la “bellas artes”, como tampoco el anacronismo de la “cultura popular” queriendo sustituir dogmáticamente la hegemonía de la “cultura burguesa”.

En resumidas cuentas lo que se discute hoy bajo la bandera de la “Protección a la diversidad cultural” es el derecho de todos los pueblos del mundo a desarrollar sus prácticas culturales en  condiciones de equidad y de justicia social. Sin otro condicionamiento que la calidad intrínseca de esas prácticas. Sin más limitaciones que las que provienen de las características propias de cada experiencia cultural. Sin más regla que la del diálogo multicultural de civilizaciones colocadas transversalmente en el mismo plano de real igualdad. Cómo se desempeña, cuánto se expande, o cómo “gusta” esta o aquella expresión cultural es harina de otro costal. El punto crucial es que ello no esté predeterminado fatalmente por el “éxito comercial” de las empresas que se ocupan del asunto. Por ello es que tales bienes y servicios no pueden ser tratados en el mismo rango de tractores, pesticidas o automóviles. Por ello es que hay que oponerse frontalmente a la pretensión de diversos grupos dominantes en la OMC de “homologar” el comercio cultural, educativo y tecno-científico con los mismos patrones del comercio internacional. En los tratados de libre comercio que están celebrándose en América Latina se ha mantenido una “reserva” en el terreno de la cultura. Ello está lejos de ser la solución. Es apenas una tímida ventana que deja abierta la posibilidad de un replanteamiento de toda esta problemática.

Como se ve este asunto es de crucial importancia en la coyuntura actual. La controversia es inevitable. Lo más sano es que las posiciones se expliciten. Que circulen todos los puntos de vista. La nuestra no quiere disfrazarse de “imparcial”. Procuramos sí que  no se escamotee el debate satanizando los conceptos y haciendo trampas al argumento del otro.

1 A propósito de un artículo de Mario Vargas Llosa (“Argumentos Contra la excepción cultural”/El Nacional, Caracas, 25/7/2004)