Rigoberto Lanz

rlanz@cipost.org.ve

 

La mundialización del conocimiento

junio de 2005

No confundir mundialización con “globalización”. Son en verdad dos conceptos en conflicto (como muchísimos otros). Se sigue de allí toda una línea  de reflexión que está en permanente tensión con las fuerzas hegemónicas que se inscriben en la lógica del pensamiento único, en la voluntad imperial que sigue gobernando los intercambios Norte-Sur, en las modalidades de recepción intelectual de escuelas de pensamiento o tendencias teóricas. El debate sobre la internacionalización del conocimiento está inscrito en este marco de conflictos y contradicciones. Con esa expresión se suelen nombrar fenómenos aparentemente neutros y universales pero que en verdad andan en sentidos diferentes.

Justamente un punto álgido del debate es la vieja creencia en esa “universalidad” de la ciencia y de los conocimientos certificados por los aparatos de poder (como la escuela y tantos otros). Es frente a esta pretensión universalizante y hegemónica de un tipo de conocimiento que se ha desatado desde hace ya bastante tiempo una crítica muy contundente a esta forma de reduccionismo cientificista que intenta descalificar todo saber que se escape a la lógica de la ciencia, que se salga de los moldes del “método científico”. Las compuertas se abrieron y hoy ya es incontenible el torrente de experiencias que provienen de todos los confines. Los saberes alternativos, las concepciones epistemológicas posmodernas, las ondas de la “nueva ciencia” y muchos otros esfuerzos de renovación al interior mismo de los cascarones de la “ciencia normal” hablan por sí solos de este dinamismo intelectual que ya no puede ser represado en los límites instituidos de  una manera de conocer, entre otras.

Por su parte, la entronización del pragmatismo mercantilista en las esferas de la cultura, las comunicaciones y la educación hacen que el recurso del mercado se convierta en el único criterio para valorar pertinencia y sostenibilidad en el campo de los conocimientos. Los saberes “buenos” son aquellos recocidos por los aparatos del Estado. Los conocimientos “verdaderos” son aquellos santificados por los aparatos científicos. Por tanto, la enseñanza de esos conocimientos y el reconocimiento social de esos aprendizajes forman parte de la misma lógica, del mismo entramado de sentido. Se suelda así una gigantesca maquinaria que opera impunemente bajo el amparo de un “sentido común” largamente asentado en el trayecto de la Modernidad, en la normalización de un cierto tipo de valores y creencias.

Aparece aquí el rol jugado históricamente por un eslabón clave de esta cadena: la universidad. Este específico aparato de certificación de saberes (títulos)  representa  un apetitoso mercado internacional que está siendo fuertemente presionado para eliminar barreras y regulaciones. Como el resto del mundo comercial, las grandes corporaciones tienen como objetivo una completa mercantilización de títulos universitarios que circulen en el mercado sin ninguna restricción. Esta presión se inscribe claramente en la lógica de los intereses mercantiles que están siempre por detrás de las ideologías globalizadoras y forma parte de las estrategias de posicionamiento que se desarrollan paralelamente en la esfera de la cultura, las comunicaciones y las nuevas tecnologías.

En este terreno se plantea una lucha del mismo tenor de las bregas por la protección de la diversidad biológica, por la preservación de la calidad medio-ambiental, por la protección de la diversidad cultural (esta última “casi” ganada en el seno de la UNESCO). Lo que está en juego en el campo de la mercantilización de los títulos universitarios es efectivamente la consecuencia  de una tendencia hegemónica en la relación Norte-Sur que trata de posicionarse en este ámbito bajo la coartada del “libre mercado”. Lo que estamos planteando es justamente una lucha contra hegemónica que asume abiertamente un talante de mundialización solidaria al defender con toda energía la autonomía de la esfera cultural frente al mercado. Se trata de rechazar enérgicamente toda tentativa de reducir a “mercancía” los patrimonios culturales, los acerbos de conocimientos. Que hayan “industrias culturales” y “mercados del conocimiento” son realidades que han de ser manejadas con políticas públicas precisas. No para impedirlas, sino para direccionarlas por encima de las lógicas mercantiles.

Lo anterior no es posible en el juego “espontáneo” de las fuerzas del mercado. Tampoco con  líneas de acción espasmódicas referidas al estado de ánimo de los funcionarios de turno. Se requiere en este punto una claridad meridiana para atinar con políticas públicas bien diseñadas, con plataformas políticas bien consensuadas y sistemas de alianzas internacionales bien tejidas.

Detrás de la simpática metáfora de la “sociedad del conocimiento” se esconden las garras del lobo. Igual que frente a las leyes de la gravedad, resulta algo ridículo “oponerse”. Pero la candidez de la ciencia universal, la ideología de la cultura global y los conocimientos internacionalizados son siempre cómplices de las patrañas del poder. De allí no se sigue tan rápidamente algo así como una “ciencia nacional” o una suerte de epistemología del terruño. Una vez más hay  que saltarse estas falsas dicotomías (por simplistas y maniqueas). No estamos escogiendo entre aldeanismo o cosmopolitismo. Estamos optando sí por un  auténtico diálogo de saberes, por un encuentro de civilizaciones, por una mundialización solidaria en la que la cultura y el conocimiento puedan ser  las formidables plataformas de construcción de una “comunidad de hombres libres” (como lo soñaba el viejo Marx).