Rigoberto Lanz Observatorio Internacional de Reformas Universitarias |
Desde Cartagena mayo de 2004 |
El
agudo problema de la comercialización de los bienes culturales,
educativos y científicos no cesa de levantar polvareda. Los franceses han
dado una ruda pelea en la OMC para excluir de los tratados comerciales
este tipo de “productos”. Parece una mera exquisitez pero esconde en
el fondo un asunto vital: la cultura, la tecno-ciencia y la educación no
pueden ser tratadas como los tractores, las salchichas o los
preservativos. Esta fue justamente la agenda que congregó en Cartagena de
Indias a un nutrido grupo de investigadores y funcionarios de esas áreas
para discutir las implicaciones que allí están en juego. Bajo los
auspicios del “Convenio Andrés Bello” se produjo un intenso debate
que durante varios días puso de manifiesto, no sólo la complejidad de
estos asuntos, sino la intrincada madeja de intereses que se agazapan detrás
de los discursos. La
cuestión esencial que se discute es cómo defender en cada país y región
el tejido de prácticas culturales que no pueden someterse a la lógica
del mercado. Una experiencia cultural (desde el lenguaje hasta las
“bellas artes”) no puede estar sujeta a la pertinencia que dicta la
compra-venta en el mercado. Si la sociedad, el Estado y las políticas públicas
no asuenen allí una acción bien definida, ocurrirá lo mismo que a las
miles de especies que desaparecen por la implacable marcha del
“progreso”. No se trata de una visión nostálgica que postula la
“universalidad” de las tradiciones culturales. De lo que se trata es
de asumir sin ingenuidad el supremo valor de la diversidad cultural, no sólo
como principio de justicia en una mundialización bien entendida, sino
–más grave aún—como condición constitutiva de la propia vida de los
seres humanos en el Planeta. Si la bio-diversidad está en la médula de
los procesos ecológicos más
sensibles del globo terráqueo, la multiculturalidad es igualmente vital
para la sostenibilidad de la comunidad humana.
Esta postulación tiene de inmediato un conjunto de repercusiones
en el terreno concreto. Sobre manera, desde las políticas públicas que
han de formularse en sintonía con los temas de los derechos humanos, de
la autonomía de los pueblos para expandir sus prácticas culturales, de
las condiciones mundiales para la convivencia democrática entre todos los
pueblos. Lo
mismo vale para los ámbitos
de la ciencia y la educación. Una vez más nos encontramos con la tensión
entre los imperativos comerciales que están detrás de bienes y servicios
y los intereses públicos que van en otra dirección. Es obvio que la lógica
de los intereses crematísticos –legítimos por lo demás—no tiene por
qué corresponder con la lógica de la solidaridad. No es éste el único
lugar donde aparece visiblemente este tipo de contradicciones. La sociedad
toda está poblada de tensiones de este tipo. Lo importante es
desenmascarar el discurso hipócrita que quiere hacer pasar como
“normal” el tratamiento estrictamente mercantil de estos ámbitos
vitales. En el terreno de la educación superior –lo vimos claramente en los debates de Cartagena—la estrategia de las grandes corporaciones es muy sencilla: ponerle la mano al jugoso negocio de la educación universitaria. Para ello cuentan con la complicidad de muchos gobiernos en América Latina, con la fragilidad institucional de la región, con el anacronismo de los sistemas jurídicos, con el deterioro y desprestigio de nuestra universidades y con la ayuda de socios locales que están en los mismo desde hace rato. En ese cuadro la lógica del mercado juega sin ninguna duda a favor de los grupos hegemónicos (como siempre). La desregulación es otra manera de decretar la extinción de la idea misma de universidad como espacio para la libre creación, para la crítica intelectual, para el cultivo de la diferencia. No se trata de la vieja diatriba entre educación pública y privada. Por allí no va la cosa. La gestión privada de los servicios educativos está garantizada constitucionalmente. La cuestión es otra: se trata de asumir con toda responsabilidad la protección, sostenibilidad y desarrollo de las prácticas culturales más diversas, de las experiencias educativas verdaderamente plurales y de los modelos tecno-científicos que cada sociedad decide adoptar. Ello no tiene nada que ver con “comercialización”. No es el mercado quien dicta lo que se hace y deja de hacer en estos campos. Si esto no está claramente asumido por el Estado y sus políticas públicas, asistiremos irremediablemente a una barrida homogeneizadora y hegemónica de los modelos corporativos de las grandes potencias. La pregunta es si esto es todavía remediable. La respuesta en SÍ. Pero ¿cómo? |