Modesto Emilio Guerrero Ensayista |
Ética, estética y erótica en el reportaje de riesgo* Buenos Aires, agosto de 2004 |
Dedico este texto a Henri Cartier-Bresson. |
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El
poder perturbador de las imágenes captadas por Leonardo se asienta en el
asombro. Desencadenan una reacción química frente a una acción. Es lo
que Sergei Einsenstein exigía para que una obra de arte pudiera ser
definida como patética. Su fuerza surge de lo que fue capaz de producir como síntesis. Valores, ideas y relaciones instrumentales de quien realizó las imágenes.
Nadie,
en su sano juicio, crea algo desde la neutralidad. Estamos condicionados
por las señales mudas de nuestras biografías y por esa biografía
omnipresente que es la generación de pertenencia.
Jean-Louis
Ferrier, estudia estas relaciones del hombre con el arte y sostiene que el
ojo tiene una dificultad para “darse
cuenta de que entre la realidad y él no hay un solo caso en que la
sociedad no se cuele arrastrando
en su estela sus creencias, su saber, su ideología”.
1
Porque
imagen es distancia y acercamiento, proyección, transposición, metáfora.
Todo lo que el reportero asimila de la vida y la muerte de su sociedad, lo
traspone al reportaje, a condición de que sea un acto de creación.
La
ética periodística, como cualquier otra, es una construcción. Se va
haciendo en la relación práctica del reportero con las circunstancias
que le toquen en suerte.
En
un ensayo sobre la violencia en el cine contemporáneo, el especialista
francés Olivier Mongin, plantea que la “experiencia de la violencia”
en la imagen en el siglo XX, “no es neutra, está hecha por individuos o
instituciones”.
Mogin
usa las claves cinematográficas creadas
por Stanley Kubrick en el teatro mundial de la Guerra Fría.
Nos
dice el autor que el siglo xx
formó una épica específica de la violencia visual, expresadas en films
como La naranja mecánica, La chaqueta metálica y ¿Teléfono
rojo? Volamos hacia Moscú, todos de Kubrick.
Esa
ética, sin solución de continuidad, condiciona la estética del acto
periodístico.
La
crítica italiana Sandra Bernardi, sostiene que el cine es una experiencia
visual anormal porque exige una relación ambigua de realidades físicas y
subjetivas, mediadas por la mirada y la memoria humanas. Pero al mismo
tiempo, requiere de un “espectador fuerte” que sea capaz de correr el
riesgo.
La
cámara funciona como un filtro. Los camarógrafos “miran” la realidad
a través de la lente.
Sobre
todo, miran una “película”, es decir, un retazo de la realidad. En
esa medida se produce una alienación en la imagen. Ésta pasa a ser
deus totalis en la
conducta del reportero. Se reduce a un súbdito, que, además, es
subyugado por ella.
Se
produce una contradicción. La estética tiende a la desalienación del
camarógrafo, tanto como ocurre en el pintor o el poeta. Pero su función
social lo anula, lo serializa, rarifica. Y cuando el periodista cubre
hechos violentos como una guerra o un golpe de estado, la alienación se
transforma en su principal inductor a la muerte.
Las
películas no están codificadas en la memoria humana como objetos
peligrosos.
Pero
además, los reporteros gráficos y fílmicos deben levantarse y exponer
sus cuerpos para tomar el mejor ángulo en un suceso riesgoso.
En
ese punto, donde comienza el riesgo, ya están actuando indiferenciadas la
ética, las creencias y la estética.
Entonces
la imagen es un riesgo. Todo riesgo periodístico contiene una ética y
una estética de realización.
El
otro aspecto de esta estética es la muerte.
La
gramática visual creada por Leonardo Henrichsen en la calle Agustinas,
filmando su propia muerte, pertenece a la épica de la imagen de la muerte
de todos los tiempos.
Su
película es su máscara sepulcral, su Eidôlon del que emergió su imagen
y retrato.
El
investigador francés Phillippe Ariès demuestra que el sentido de muerte
se ha modificado desde siempre con cada modo de vida social.
La
sociedad industrial del siglo XX
“reprimió”, dice Ariès, “la importancia moral a la conducta del
moribundo y la circunstancia de su muerte”.2
Eso
es lo que muestra la vida social del siglo pasado, que Leonardo se encargó
de convertir en clásico del reportaje.
Régis
Debray afirma que la cultivación de la imagen surge de la muerte hace
unos 15 mil años.
3
En
una asociación indisoluble y permanente, la imagen es la sombra de la
muerte porque los vivos necesitaron de ella para prolongar sus vidas, para
vencer a la muerte.
Por
eso los sepulcros, las tumbas, los nichos, las máscaras de los faraones,
las pinturas necrofílicas.
Los
nobles antiguos, y muchos modernos, se apoyan en el jus
imaginum para pasear en público máscaras representativas de algún
antepasado sobre el que dicen tener derecho.
Casi
todas las culturas y pueblos complacen esta necesidad con esa costumbre:
la representación, la imagen, la memoria figurativa para acortar la
distancia... y para confirmarla.
Las
religiones, dice Debray, exigían que el poder y la vida sobrevivieran
mediante sus imágenes. De allí las mascarillas de cera, en la reproducción
del rostro de los difuntos. En el nicho de los atrios.
El
nacimiento de la imagen está unido a la muerte desde el principio.
Pero
la imagen arcaica surge de las tumbas, como un rechazo a la nada. Para
prolongar la vida. Imagen como sombra o nombre común del doble.
La
muerte como expresión de la vida social, hace de la imagen su instrumento
de resurrección.
Esa
estética se va asociando íntimamente a una ética. Porque la estética
es como una necesidad absoluta de sobrevivir. La ética no. Esta se
modifica en el tiempo, en una adaptación del individuo a la familia,
grupo social, o clase de pertenencia.
La
plástica, usada desde siempre en la modificación de la imagen personal,
es un temor domesticado que ha servido para que las civilizaciones
reproduzcan la vida. Llegó hasta nuestros días en forma de la belleza
corporal.
Todos
estamos atrapados en el antiguo asunto ontológico de prolongarnos en el
tiempo, de saber qué hay del otro lado de las cosas. Borges, descreído
como Kafka, rechazaba la cópula tanto como los espejos porque reproducían,
multiplicaban, diseminaban.
Sin
embargo, desde hace miles de años no se ha podido evitar que las imágenes
generen reacción.
Pueden
enervar o soliviantar, maravillar o embrujar; ser manuales o mecánicas,
fijas o animadas, en blanco y negro, o a colores, mudas, hablantes, o como
siluetas chinescas.
“La
muerte nos sorprende en cualquier escalón de la vida, es más, la muerte
precisa de la sorpresa.”4
Si
tuviera razón Bachelard, la muerte primero adopta forma de imagen, para
dar paso a la idea, inmediatamente después. Por eso precisa de la
sorpresa.
Leonardo
vio la muerte, o la vivió, en una tautología existencial que sólo se
resuelve cuando pensamos en lo que animó su voluntad, el manejo de su cámara
y su oficio de reportero ese día.
Sin
esas tres dimensiones, la muerte hubiese permanecido como una matriz estadística:
tantos muertos, tantos heridos.
La
erótica del camarógrafo proviene del oficio, de la función mágica a
que está sometido para poder crear la noticia y del ambiente bohemio en
el que se mueve.
El
reportero de riesgo se va construyendo en grupos endomórficos, con signos
identitarios muy arraigados. En
diciembre de 1998, se reunió en La Habana, el Primer Encuentro Mundial de
corresponsales de Guerra. Único en su tipo, no era una conspiración
universal de trogloditas irredentos. Sin embargo, pocos oficios civiles y
laicos, pueden dar esa sensación.5
Desde
ese “nicho antropológico” ejerce una suerte de militancia democrática
o libertaria sui géneris.
Aún
el más desinteresado o ingenuo, en algún momento de su vida profesional
se ve enfrentado al dilema ético de decidir lo que debe y lo que no debe
hacer. Allí se juntan la ética, la estética y la erótica en el oficio
periodístico.
Uno
de los elementos constitucionales que alimenta esa erótica periodística,
es el ojo humano.
En
su evolución, ese órgano desarrolló funciones tan perfeccionadas, que
permite el goce estético visual como no puede disfrutar ningún otro ser
vivo. Ni el cóndor con su “perfecta sincronía de espacios y
movimientos”, en la definición del poeta argentino Luis Franco.
El
ojo es uno de los órganos más útiles en la vida social. El imperio de
la imagen del siglo xx sólo fue posible por las posibilidades que brinda ese
instrumento de “sobrevivencia”, diría Saramago en “Ensayo sobre la
ceguera”.
El
camarógrafo hace de la cámara filmadora “una prolongación del
cuerpo”.
La
siente adherida al hombro y al ojo.
La
erótica se construye en la relación simbiótica del instrumento de
trabajo con los mecanismos visuales y táctiles del placer. La cámara
conduce a la fantasía, a la ficción.
El
que filma supone que maneja la realidad a su antojo. La secciona,
selecciona los elementos a filmar, los encuadra, los valora.
Toda
su subjetividad se desparrama a través del visor y se regula mediante el
obturador. Se crea una relación de poder que sirve a los laberintos del
placer.
Mutatis
mutandi
es lo mismo que sentían los samurais respecto a su katana. “El samurai
sin katana ha dejado de existir”, sentencia Vallejo-Nágera.6
El
escritor japonés Yukio Mishima intentó rescatar el valor simbólico de
ese instrumento “adherido al cuerpo del samurai”. La representación
de los valores de un imperio perdido.
Mishima
se hizo el seppuku para demostrar una convicción: no podía separar la ética
de la estética y la erótica de los valores tradicionales de Japón.
En
Leonardo Henrichsen no hubo un sistema ético estructurado para realizar
su hazaña periodística en la calle Agustinas. Sus valores y creencias se
fueron conformando a través
de mecanismos empíricos. Él provenía de una burguesía en decadencia y de una familia en crisis. De repente, se vio sorprendido por la vida con una cámara al hombro, un ambiente social creativo y un mundo por conquistar. Fue arrollado por el remolino de una generación que vivió acelerada en la violencia política como cotidianeidad y el heroísmo como paradigma. De allí surgió su vivencia ética, estética y erótica del mundo de las imágenes. |
*(Capítulo N° 11 del libro Reportaje con la Muerte. Biografía del reportero que filmó su propia muerte. Ediciones B, Santiago de Chile, 2002. Modesto Emilio Guerrero) |
NOTAS:
1
Jean-Louis
Férrier, La forma y el sentido, Monte Ávila Editores, pps. 13,14. Caracas,
1975. 2 Philippe Ariés, Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta la actualidad. Adriana Hidalgo Editora, pp. 43. Junio 2000, Argentina. 3 Régis Debray, Vida y Muerte de la Imagen, Historia crítica de la mirada en Occidente. Paidós. Comunicación, 1992. Buenos Aires. 4 Edgardo Lois, Vuelo Interno (Sobre un espejo y la muerte), novela inédita. Buenos Aires, 2000. 5 Expresión del camarógrafo argentino Sergio Pérez. 6 Juan Antonio Vallejo-Nágera, Mishima o el placer de morir. Planeta, pp. 114. Buenos Aires, 1990. |