Martín Hopenhayn |
Posible correspondencia entre la muerte y Cortázar abril de 2004 |
I Hospital St. Lazare, París, invierno del 84 Querido Cortázar: Como toda seducción llevada más allá de la cuenta, la nuestra también tenía que acabar en el abrazo definitivo. Si mi intuición no me engaña (de hecho nunca lo hace) mi visita no te sorprende demasiado. Incluso ahora, cuando entre los más flagrantes contrabandos celulares, tu sangre, haciéndose la distraída y silbando bajito, abrigaba la carta del retorno a los adoquines de Quilmes. Tratándose de mí, y este es un secreto a voces, la unión amorosa no conoce divorcio. Desde que el hombre pisa la tierra, navega por ríos fangosos y anota señales de misterio en los cuadernos, es cosa bien sabida que sólo me juego por el amor eterno. Y como la vida es cosa frágil, tiene que ser a expensas de ella. Conmigo, Julio, el éxtasis es siempre el último éxtasis. Como escritor, eso debiera alegrarte. Las pasiones perpetuas son como las palabras indelebles que se prolongan en la memoria de tus lectores. Más aún: escribir, desde ahora, te parecerá la parca sombra de la unión que te invito a abrazar. ¿Hubieras preferido morir a tu estilo como Rilke o Passolini, de un ataque de tedio en un embotellamiento de autopista, reseco en una isla a mediodía, sofocado por un sweater o paralizado por la mirada de un axolote? Cierto, tú no me llamaste. Pero los tímidos como tú deben resignarse a mis intervenciones inoportunas, venir a mí con la mansedumbre tierna de los que reciben el amor sin antes haberlo acosado. Aunque no creas que te tomo por dócil. Todo lo contrario. En tu sobriedad siempre se ocultó una reciedumbre seductora que las de mi estirpe detectan a la primera mirada. Perteneces a esa especie rara de bípedos urbanos que arrastran por el mundo una lucidez sin forcejeos: la cadencia sencilla y constante, de los que cruzaron el mar desde muy temprano. Eso me gusta: nada de mendigar imágenes ni robarle el fuego a palabras prestadas. Diste lo tuyo y fue suficiente. Verás como nos sobra tiempo para conversar de estas cosas. La gente allá abajo, querido Julio, parece consternada, como si nuestras bodas vinieran a interrumpir una fiesta en que todavía hay cuerda para rato. Es que partir conmigo siempre parece improvisación. Con tu gusto por el jazz eso no debiera molestarte. Además, tus 69 años indican que dentro de todo ya entrabas, según las estadísticas, a la edad de merecer. Lo que les duele a los tuyos es que todavía estás fresco, casi sin usar, imberbe a rabiar. ¡Pero yo me aburro con esos hombres marchitos y tediosos que me llegan a granel! Me gusta, precisamente, tu gesto infantil, tu cuerpo grande y roble, y esas manos de gigante que mañana, en el cajón, no será cosa fácil acomodarlas. Quizás me apuré un poco, pero no me permito ese gesto derrochador que llaman arrepentimiento. La vida es azarosa, bien lo sabes, y una piedra fuera de la rayuela puede ser motivo para cualquier cosa: un castillo sangrante que salta del menú a la calle, un cronopio con ataque de fama o la súbita domingación del lunes. En esto improvisamos todos, desde Charlie Parker hasta esa maga que se despidió del Río de la Plata sin saber que más allá del horizonte también se habían levantado ciudades con arco iris, faroles, y lágrimas gruesas como la miel. Del otro lado del mar comienza a oírse el sordo lamento de una ciudad que te llama con la ansiedad de una madre cuyo hijo pasa la noche fuera de casa. Las calles de los suburbios de Buenos Aires, con el empedrado triste y el pavimiento caliente, sueltan un temblor viscoso, como la mano del ciego que busca la baranda de una escalera que no lleva a ninguna parte. ¿No te parece una ironía que allá todos piensan que fue el calor y la humedad del verano porteño lo que acabó contigo? El loco de Banfield, nacido a trasmano en la mitad de un sueño, y el aburrido Minotauro que fabricaste sin éxito te recuerdan allá atrás, en las suelas de las alpargatas de los años cuarenta, cuando parecías un muchacho de veinte y tus alumnos se reían de tus erres francesas. Después vinieron más de treinta años fuera de casa, retornos furtivos (¿buscando qué, un jirón de infancia en los maceteros del patio?) donde todo era como salir a cazar fantasmas por el fin de semana y volver como quien sale a cazar fantasmas: con las manos vacías. ¡Y qué vacías se veían tus enormes manos vacías! ¿En qué nos parecemos? A ambos, Julio, nos fascina jugar. Tú te casaste con la literatura desde temprano porque con ella podías burlar los mapas de la repetición, como lo hago yo con los infartos masivos. Tu retraimiento de escritor y tu adicción a la fantasía siempre tuvieron olor a mortaja. ¿Te sorprende lo que te digo? ¡Seguro que no! En esto no eres neófito. Bajo la tela de tus ficciones siempre flirteamos tú y yo, del otro lado del relato, topándonos sin habernos buscado, tratando de sacudir el tedio de los días con un estampido de locura. Sutiles arrebatos que nosotros, los del oficio, manejamos a discreción. ¡Todo lo que escribías me llamaba a gritos! ¡Todo lo que paseabas por el papel era un merodeo en torno de lo definitivo, un final que dibujabas, borrabas, peinabas y despeinabas! ¿Por qué, entonces, te sorprende lo nuestro, no es acaso el final obvio de un largo coqueteo? Te pido, Julio, que me aceptes como soy y cuando soy. Confío en que aprenderás a amarme y que encontrarás en mi regazo el calor que día a día robo al mundo de los vivos. No soy ni el paraíso ni el infierno, sino tan sólo una vieja solterona aburrida que incursiona en las comarcas del amor con los candidatos más insospechados. Empiezas ahora, te guste o no, esta otra novela inconclusa donde todo está permitido, pero también previsto. Lamento privarte de los dones de la sorpresa, pero te enseñaré a encontrar la libertad lejos del asombro, en la apacible serenidad donde nada súbito podrá sucederte. Y ahora desnúdate, a menos que quieras partir con ese camisón de hospital en que tus dos metros cuelgan como si fueses cadáver de muñeco. No me mires con esos ojos leucémicos, recuerda que en pocos minutos la enfermedad será cosa del pasado. Perdóname esta luz que triza los espejos. Con el tiempo aprenderás a mirarla a los ojos y te gustará. De verás que te gustará. Siempre tuya, La muerte
II Señora Muerte: Me apresuro a responderle su carta antes que me abandone el aliento. Las palabras, como las uñas, duran algo más que los últimos aletazos del corazón. Recurro a las pocas que me quedan para devolverle el gesto y poner, si todavía sirve de algo, unos puntos imberbes sobre las íes. Aunque su visita no me toma por sorpresa me he reservado el derecho de temblar. El exilio, forzado o elegido, lo hace a uno más estoico, pero no menos sensible. Hace un año usted tomó un atajo y se llevó a la mujer que más amé en mi madureza. El dolor se me desparramó por todas partes y nunca terminé de ordenarlo. Como ve, lo de roble sólo me viene en apariencia. Adentro me habita un corazón adolescente, femenino, que se destiñe con facilidad. Pero nada de eso cuenta ya. Siempre supe que vida hay una sola y en ella el destino, el temperamento y el azar se mezclan a discreción. El hombre es un animal de paso, de costumbre y de ternura, y no tiene reservada otra trascendencia que la huella de sus pies sobre la arena. Y usted es la marea que no tarda en subir. Somos un aparato frágil y hemos forjado el ingenio para hacernos más o menos fuertes a través de esa fragilidad, no a expensas de ella. ¿Le sorprende lo que digo? No, no es fatalismo. Es la realidad, o lo que es igual, el juego de la realidad. La única verdad sobre esta tierra que uno pisa y tropieza es el oleaje, y todo lo que he escrito no es más que un canto a ese oleaje que nos aloja. Lamento perderle el rastro al mundo de los vivos. Supongo que siempre quedan preguntas en el tintero: ¿quién se llevará mi máquina de escribir, mi trompeta, mi vacilación? ¿desde dónde se levantará la magia mañana con su polvareda desprolija, sus hilos intangibles y sus primaverazos sin afeitar? Siempre queda la sensación que faltan todavía unos años por otoñar. La vida tiene sus cadencias gentiles, sus curvas ardientes y sus hachazos de luz. Usted me promete la calma y la tremenda serenidad de lo previsto. Mi carácter tendrá mucho que andar y forcejear para acomodarse. Y aunque le parezca ridículo, lo que más me asusta es no tener ya nada por qué sufrir. ¡Cuánto daría para que usted desparrame en su inventario ceniceros atosigados de colillas, manchas de aceite en las paredes, gatos sarnosos durmiendo siestas con los bigotes sucios de leche, hongos en los pasamanos de las escaleras! ¿Es mucho pedir? Supongo que sí, sobre todo para un recién llegado. Pero usted bien sabe que sin el azar y el descuido soy hombre muerto. Claro, se trata precisamente de eso. Ya empezaba a olvidarme. Cierto, hubiera preferido una despedida a mi estilo. ¿Quién no quisiera morir de una muerte elegida? Me habría bastado morir por error de cálculo, por un chiste de mal gusto o un ataque de pudor en pleno día. O desaparecer entre las sábanas, licuarme como el sudor de los amantes y luego, a la madrugada siguiente, no ser más que una mancha seca que el lavarropas devora de una sola masticada. Pero eso, como usted dice, es pura literatura. Aquí, en la prolija realidad de la respiración y la chaqueta, donde la gente toma trenes y come pan, existen escasas opciones: enfermedades, accidentes, crímenes, desastres naturales y suicidios. Todo tabulado. En eso, señora, sus recursos carecen de la imaginación que merece tamaño acontecimiento. ¿O acaso no conoce usted los pliegues, esas cicatrices a contrapelo que atestiguan lo vivido, que nos hacen creer sin reservas en la respiración de los objetos, en la fiebra de la camisa y la transpiración de los muebles? No, claro que no. ¿Y qué hace uno durante el día? ¿Puede rascarse la nariz, tamborilear un tango, pensar cochinadas porque sí, poner a secar el desaliento, remojar el tedio en agua dulce, derramar la memoria sobre una caja de zapatos? ¿De qué entristece uno si nada se pierde, si nadie se extravía? ¿De qué se alegra uno cuando ya no hay golpes de suerte, enroques del idioma, milagros púlpitos y pálpitos gromilas? Creo que usted elogia mi timidez más de la cuenta. Dónde usted ve tierna mansedumbre, yo sólo veo precariedad, un nunca haber nacido del todo, un pasarse la vida dándose a luz ese pedazo de sí que quedó atascado en una infancia de la que sólo recuerdo la incertidumbre. Lo demás en mi vida fueron innumerables acrobacias del insomnio, juguetes del niño que el adulto acarrea por mares y por ropas. Por eso, si volviera a vivir eligiría la redondez de los hálitos antiguos, el coraje de los guerreros de otros tiempos. Un Sandokan, sin duda, desenmarañando la selva de la Malasia entre cafés y medialunas, tardes atiborradas de sopor e interminables partidas de póker. ¿Qué mélange, no le parece? Como ve, nada de metafísica. No escribiría una sola línea de ficción, salvo mis hipócritas misivas de amor a las cortesanas que soñarían en Europa con mis hazañas y sabrían perdonarme mis tormentas carnales en el Oriente, de las que conocerían los detalles por los vientos delatores, los ágiles mensajeros y los muchachos de la Interpol. ¿No es un sueño digno de escritor? Como ve, señora Muerte, mi estoicismo necesita del azar para no perder la compustura. La escritura es la exaltación de lo posible y usted sólo me garantiza hechos consumados. ¿Le extraña lo que digo? No, claro que no. Si me vino a buscar es porque le divierten los candidatos difíciles. Quiere mis diatribas, mis brujerías de alcoba y mis metáforas chúcaras. En eso no la voy a decepcionar. Agotaré mi imaginación en recomponer el espejo que usted, con su luz metálica, trizará una y otra vez. Le prometo que en esto no me saldré del libreto. Ahora me toca representar al héroe trágico: y a usted el sabroso placer de trazarme el recorrido. Pero no se deje engañar por estos breves triunfos. En algo le llevo la delantera: usted es mi última carta, mientras que yo no soy más que una jugada en su número infinito de jugadas: un guijarro en el camino, algo que se toma, se pesa, se cambia de manos y se tira lejos. Yo ya lo di todo: viví lo que cabía vivir, y aunque se me doblan las rodillas me iré silbando. Usted, en cambio, tiene que pasarse la vida en arreglos provisorios, coleccionándonos como mariposas secas a falta de otra alternativa. Porque nosotros, señora Muerte, somos su vida. Entiéndalo bien, somos su vida. Siempre suyo. Y por lo mismo, nunca. Julio Cortázar |