Andrea Coa

Escritora

ajotacoa@yahoo.es

El recogedor de almas - Cuento

21 de julio de 2005

El sol reverberaba sobre la superficie amarillenta y móvil de la arena, que permanecía inmóvil bajo los pasos vacilantes del hombre; que deambulaba por el desierto, se agachaba, tendía sus manos, cuyos dedos rozaban apenas la arena, y los elevaba hacia lo alto, pronunciando con la voz estremecida:

 

_¡Inshallah!

 

Había caminado mucho desde que una tormenta de odio lo hizo salir de su hogar y esconderse bajo la arena que tan bien conoce, hasta que los extranjeros se fueron.

 

Cuántas veces le pasaron por encima, cuánto sufrió por el calor diurno y el frío nocturno, hasta que despertó, casi muerto, una mañana, con la cara descubierta por obra de la brisa madrugadora, asustado. Nadie lo sabrá nunca. Sólo una mañana notó que ya no había ruido, ni voces, ni tronar de disparos. Sólo el soplo del viento tan familiar y tan querido.

 

Desde entonces ya nunca volvió a ser el mismo muchacho alegre y enamorado, creció y se casó y volvió a quedarse solo porque su familia se perdió otra vez una noche cuando los extranjeros volvieron.

 

Ahora estaban de nuevo allí, y él había vuelto a enterrarse, a correr silencioso por las noches,

esperando que se fuesen de nuevo.

 

_Se irán -murmuraba para sus adentros- Dios quiere que se vayan.

 

Recordaba que en la última llegada, los bárbaros habían sido recibidos con una tormenta de arena, señal inequívoca de que no eran queridos por El Misericordioso. Cuando lo recordaba, la esperanza devolvía por momentos el brillo a sus grandes y profundos ojos negros, y se erguía en la soledad de su escondite. La brisa sacudía sus ropas sobre el cuerpo flaco de hambre, sed y tristeza, pero erguido gracias a la voluntad indomable de su pueblo.

 

Hasta que tuvo compañía. Un grupo de guerrilleros silenciosos, armados, que lo encontraron en el lugar seguro donde se escondía, sin preguntar le tendieron un fusil ametrallador, que él sin responder tomó, revisó y se hizo también guerrillero. Desde entonces no estuvo solo, y tuvo que hacer algo que odiaba: Matar hombres.

 

Aunque esos hombres hubiesen desaparecido a su familia, hubiesen destruido Bagdad y se  hubiesen quedado en la sagrada tierra que jamás debieron pisar.

 

Lo que amaba era la paz, la brisa soplando rasante, el silencio de la noche y la luz resplandeciente de las estrellas. Tal vez allí, en un impreciso lugar del Universo, estarían sus hijos, a quienes no volvió a ver más nunca.

 

En las horas correctas, se inclinaba sobre el suelo y oraba a gritos a Dios para que liberara a su pueblo de la presencia ignominiosa de los extranjeros que el mandato divino obliga a combatir de manera ineludible.

 

Sus compañeros lo relevaron de la obligación del combate desde que, levantando el fusil automático con ambas manos sobre su cabeza, lanzó por primera vez, de aquella manera estremecedora, aquel grito que luego repitiera tantas veces en el desierto, grito que rebotaba sobre las dunas, y se elevaba hasta el cielo sin nubes. Más que una consigna revolucionaria, un clamor:

 

_¡Inshallah!

 

Después, puso el arma cuidadosamente sobre la arena y comenzó el movimiento de recoger, elevar y lanzar a lo alto algo que sólo él podía ver.

 

Antes de ese momento no había sentido tanta angustia, ni siquiera cuando llegó a Bagdad y la encontró demolida, borradas casi las huellas del tiempo, de una civilización laboriosa que milenio tras milenio fue edificando una de las ciudades más antiguas del mundo; la misma que los bárbaros invasores destruyeran apenas en una noche, con un bombardeo.

 

Vuelta a reconstruir,

 

vuelta a destruir.

 

Esa noche había vertido sus lágrimas de hombre; las gotas indómitas salieron del oasis de sus ojos y se perdieron entre la maraña oscura de la barba, mientras el guerrillero levantaba la mirada hacia el lugar inaccesible donde mora Dios Misericordioso y Terrible, observando con hierática dignidad cómo es destruida la obra de sus hijos.

 

Con la misma dignidad que alarga su brazo invisible para insuflar en su progenie la fuerza que  sostenga su heroica resistencia, para que jamás dobleguen su frente ni hinquen la rodilla ante ningún opresor, para que mantengan la misma firme dignidad mientras quede vivo un hombre, un niño, o hasta una mujer.

 

Ese mismo día vio los ojos de aquellos dos niños.

 

El más pequeño estaba en brazos de su madre, y sus ojos estaban apagados por el miedo.

 

El más grandecito, de unos siete años, se miraba las manos, los brazos y después las armas que portaban los hombres. Un fuerte suspiro en el pecho infantil había expresado sin palabras la  impotencia de no tener aún fuerzas para tomar un arma, para defender a su madre y a su hermano pequeño, ni siquiera para levantar del polvo el cuerpo acribillado de su padre.

 

Algo se desató.

 

Desde entonces, el hombre arrojó a un lado el arma y comenzó a recoger del suelo su carga invisible, para lanzarla a los aires y gritar con voz estremecida de legítima devoción:

 

_¡Inshallah!

 

Entretenido en su labor, se alejó de sus compañeros, a quienes ya no recordaba, se apartó del lugar protegido donde se ocultaban, cruzó hasta las líneas enemigas en medio de los disparos,  por debajo de las bombas.

 

Nada lo pudo tocar, porque andaba en alma viva, y el alma es inmortal.

 

La última vez que lo vi había cruzado ya incólume a través de los cien metros que rodeaban a los aterrorizados soldados invasores, que le disparan a lo que se mueva, porque en cualquier momento puede aparecer de la nada un guerrillero que no teme volar en mil pedazos con un cinturón de C-4, con tal de hacer explotar también a las huestes malignas de Satán, venidas desde más allá del océano, para devastar.

 

Guerrilleros conscientes de que su alma se iría con Dios, mientras que los invasores serían  arrastrados al fondo llameante del infierno en el cual creían.

 

Lo tenían merecido.

 

Mientras caminaba como si nada por el medio de la batalla, sus ropas eran atravesadas por las balas, ardieron parcialmente antes de ser apagadas por la humedad de las lágrimas de las viudas y de las madres que lloraban a los hijos (Las lágrimas de los guerrilleros en vez de apagar  encienden fuegos).

 

Pero nada lo tocó.

 

Siguió caminando hasta llegar a la duna más alta, más allá de las trincheras, más allá de los tanques y de las ametralladoras emplazadas en lugares estratégicos, más allá del fragor de los bombardeos, y miró a lo alto, por dentro del viento, sin sentir el sol, sin sentir la brisa que azotaba  su piel a través de los andrajos que vestía, y cuando estuvo en la cima, escuché su confesión:

 

-¡Dios misericordioso!

 

¿Recibiste las ofrendas que te dí?

 

Recogí sin descanso las almas de los hombres muertos apenas se desprendieron de los cuerpos mutilados, las almas de las viudas y las madres, que escaparon nadando en tantas lágrimas, las de las vírgenes humilladas y asesinadas, las almas de los niños que pierden la niñez  por los deseos de hacerse grandes para tomar las armas y combatir contra los bárbaros invasores.

 

Y todos me creyeron loco porque no podían ver las almas que recogía y lanzaba a lo alto,  y pasé por entre fuegos cruzados y las balas no me tocaron porque Tu misericordia me cuidaba, y no creyeron porque la guerra no les deja tiempo para fijarse en estas cosas. Porque la  guerra mata los cuerpos y expulsa unas almas, pero otras se quedan paralizadas, como si no existieran, como si el hecho humillante y terrible de la invasión fuera cosa de un momento, y están esperando que pase.

 

_¡Dios Terrible y Misericordioso:

 

Conoces mi alma amante de la paz, y sabes que sólo quisiera escuchar el viento, la arena, el rumor de alguna lluvia extemporánea, los pasos de la gente, los niños riendo en sus juegos, la risa de la mujer amada que no sé si está muerta, o más allá de los mares prisionera sufriendo torturas peores que la muerte.

 

Pero nunca, jamás las explosiones de la guerra.

 

Conoces mi alma porque Tú pusiste en ella sólo sentimientos de alegría y de solidaridad. Tú me hiciste hospitalario y tuve que hacerme guerrero. Tú me hiciste capaz de dar vida y he tenido que dar muerte.

 

No quiero seguir recogiendo almas, ni escuchar más los ruidos horribles de la guerra, ni quiero esperar a que termine.

 

Nadie recogerá mi alma.

 

Recógela Tu.

 

Y aquel hombre que había cruzado ileso a través de encarnizados combates, se echó sobre la arena.

 

Lo vi flotar en cuerpo y alma sobre las dunas, refulgir como un diamante bajo la luz del Sol y, confundido con un lucero diurno, desaparecer en el azul del cielo.

 

Jamás encontrarán su esqueleto, porque los que andan con el alma a flor de piel son inmortales y ascienden a lo alto sin dejar siquiera huellas físicas.

 

Tan sólo su Amor queda flotando entre nosotros como la nota imprecisa de una melodía que, siendo tan personal, se inserta armoniosamente en el concierto del Universo.

 

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LA AUTORA

Caracas, 21 de Julio de 2005