Carmen Hernández Curadora y crítica de arte |
Replanteando las estructuras culturales: la necesidad de la crítica Publicado en la revista El Puente- Pensar en Venezuela, Caracas, N° 4, enero de 2006, pp. 18-19 |
Desechando la lucha por colocar la polémica en bandos políticos y en términos de reivindicación del pasado o exaltación del futuro, la curadora y crítica de arte Carmen Hernández propone el debate acerca de las estrategias inclusivas desde una indispensable conciencia crítica histórica que permita valorar el diálogo entre lo nacional y autóctono y lo contemporáneo universal En los últimos meses se ha suscitado un debate público controvertido, y hasta feroz, sobre las definiciones de las políticas culturales en el seno nacional a partir del anuncio oficial, por parte del Ministro de Cultura, Francisco Sesto, de la creación de una Fundación de Museos Nacionales de Venezuela y de la inauguración de la Megaexposición de arte venezolano II. Algunas intervenciones oportunas han estado enmarcadas en un análisis argumentativo dentro del campo del arte, pero también se han hecho visibles otras posturas politizadas, más radicales, que han oscurecido el debate, llevándolo a terrenos extra-artísticos y de orden moral, lo cual no contribuye a profundizar la reflexión, y por ende, deslegitima las posibilidades de ejercer una acción seria y profesional sobre la toma de decisiones de orden oficial. Mientras Luis Pérez Oramas cuestiona el supuesto “retorno anacrónico al museum universal” que desdibujaría los perfiles específicos y la autonomía programática de los museos, el Ministro Francisco Sesto niega la creación de un “supermuseo” y asegura que cada institución va a conservar su perfil de coleccionismo y su programación, aunque no ofrece argumentos conceptuales que justifiquen su cambio administrativo. Entonces, cabe preguntarse ¿cuál es el problema de fondo? Al parecer estamos frente a una evidente lucha de poder en la cual ambas partes defienden políticas culturales asociadas a los momentos históricos con los cuales se identifican, pero en ningún caso se plantean interrogantes ni reflexiones sobre el objetivo de esta decisión. El reclamo de Pérez Oramas es asumido desde la pérdida de una supuesta excelencia conquistada, y la argumentación del Ministro se sustenta en la urgente necesidad de un cambio de orientación que asegure una política más inclusiva desde la negación. La argumentación de ambas posturas omiten elementos claves que resultan imprescindibles para el debate. Podría resumirse de la siguiente manera: la defensa del pasado evita su revisión reflexiva (Pérez Oramas) y la apuesta al futuro desconoce las conquistas de la práctica y la teoría más critica dentro del arte contemporáneo (Sesto). El debate ha estado teñido de prejuicios que oscurecen el problema y más bien ha estimulado una continua descalificación muy marcada por la perspectiva política (ser opositor o defensor del gobierno) dejando de lado problemas de orden cultural y artístico. Resulta pertinente hacer un balance racional de la historia de nuestros museos y su función social como lugar de memoria cultural y artística de la realidad local, porque es posible que se deba reconocer que han actuado de manera fallida en la escasa capacidad de activar procesos de identificación social en la conformación de una ciudadanía cultural, contextualmente referida, con conciencia de sus contradicciones históricas, y capaz de dinamizar sus propios valores en un diálogo productivo de intercambio en el plano simbólico internacional. Salvo algunas excepciones curatoriales, en general los lineamientos patrimoniales y programáticos de nuestros museos han respondido a supuestos teóricos hegemónicos y a veces incluso desfasados de los debates contemporáneos que atañen a su propio campo de acción, estimulando una atmósfera de “neutralidad” y supuesta objetividad, de autonomía y universalidad que ha terminado por favorecer su rol tradicional como lugar de prestigio y legitimación. La mirada con la cual se ha valorado la producción artística nacional ha estado supeditada a los lineamientos derivados de los principales centros culturales internacionales, esperando el reconocimiento de las autoridades asociadas a la definición del canon universal, aunque interiormente, y casi en secreto, exista el deseo de dialogar de manera más transversal. Esta situación ha influido en que muchos de los planteamientos que han quedado “excluidos” de las arcas patrimoniales como del privilegio del reconocimiento de la crítica, resulten formas derivadas de los modelos ejemplares, porque la continuidad de ciertas trayectorias parecía asegurar el camino hacia el “éxito” y el reconocimiento. Con propiedad muchas veces se puede coincidir con que estas propuestas “derivadas” no son “auténticas” pero a la vez es necesario reconocer que lo “auténtico” en términos absolutos no existe, ya que toda creación es el resultado de una experiencia compartida que requiere de un conocimiento previo de determinados códigos. Al parecer resulta retrógrado plantearse en estos tiempos la redefinición de aquello que es “auténtico”, “original (u originario)”, “genuino”, “autóctono” y “verdadero” en el arte local sin una conciencia capaz de comprender que los parámetros valorativos con los cuales hemos definido la idea de “arte nacional” se han sedimentado en un diálogo ineludible entre la experiencia propia y la resemantización de códigos del campo artístico y cultural internacional. El panorama de las artes visuales locales ha ido logrando crear un panorama diverso y complejo, favorable a establecer diálogos significativamente críticos con algunos problemas culturales derivados de los flujos de la globalización, incluso en el escenario internacional más permeable a estimular las transformaciones institucionales, pero este intercambio puede verse oscurecido si se sostiene un prejuicio sobre el arte contemporáneo, asociando toda su diversidad con la etiqueta de “lo elitesco”, sin comprender su debate simbólico dentro del propio campo. Revisando las estrategias expositivas La exclusión propia del sistema moderno del arte[1] no puede ser eludida con la simple apertura de las compuertas de los museos para integrar a todo el mundo -a partir de una cándida interpretación de la premisa que esgrimiera Joseph Beuys para ampliar los límites del arte e introducir el activismo político- porque finalmente se reafirma la condición legitimadora del cubo blanco expositivo como lugar de reconocimiento y prestigio, sin atender las diferencias y tensiones que se generan en el propio seno de la creación discursiva (entre las propuestas conservadoras que detentan la hegemonía y el prestigio, y aquellas más innovadoras que intentan incluir aspectos residuales u olvidados). Al asumir los espacios museales de manera acrítica, se fortalece la debilidad del arte moderno (o su fortaleza excluyente): la pura representación, que ha sido cuestionada por el arte contemporáneo más consciente de las propias contradicciones de su propio campo de acción (el arte moderno como tautología). El ánimo que inspiró inicialmente el proyecto de la “megaexposición”, de revisar los parámetros con los cuales se había configurado la historia del arte nacional y activar mecanismos que contribuyeran a solventar la tradicional exclusión derivada de las desigualdades de acceso y dominio del capital simbólico del conocimiento artístico, finalmente fue traicionado a favor de la cultura del espectáculo, de la visibilidad publicitaria de las diferencias, expuestas en una transparencia homogeneizadora que ha desmovilizado el sentido crítico de reflexionar sobre ellas. Coincido con José Antonio Navarrete cuando advierte que: “la Mega, de entrada, escoge un criterio de inclusión que se constituye en excluyente”[2], porque en su procedimiento, supuestamente “igualitario”, no se han respetado sus particulares condiciones de existencia, acentuando así sus desigualdades. De hecho, existen propuestas que resultan distantes entre sí porque responden a diferentes capitales simbólicos, y cada uno tiene su valor –más allá de las escalas valorativas del mercado- porque representan dimensiones particulares del campo representacional. Hay una diferencia entre reconocer la tradicional función descontextualizadora del museo a continuar perpetuándola y sostener así las estrategias clásicas de exclusión conformadas por un sistema sofisticado y estructurado sobre una división estricta del trabajo que finalmente se sostiene sobre la obra como “fetiche”, en su condición de objeto apreciable solamente por su forma y valor en el mercado, y no por su capacidad dialógica con el contexto cultural. Los cambios no se decretan, se construyen a partir de estas tensiones de flujos que presionan hacia fuera (estimulando el cambio) o hacia adentro (resistiendo para conservar lo establecido). Néstor García Canclini ha advertido que la idea de patrimonio es un acuerdo: “todo patrimonio y toda narración histórica o literaria es una metáfora de una alianza social: lo que cada grupo hegemónico establece como patrimonio nacional y relato legítimo de cada época es el resultado de operaciones de selección, combinación y puesta en escena que cambian según los objetivos de las fuerzas que disputan la hegemonía y la renovación de sus pactos”[3]. Son acuerdos también las categorías y nociones de pertinencia de determinados modelos discursivos en lo cultural, como las instituciones creadas alrededor de la idea de “arte”, porque tienen que ver con lo simbólico en el sentido representacional y son afectados por la fuerza de lo social. Plantearse un salto epistemológico requiere tener conciencia de esta situación y plantear de manera consciente una transformación de los elementos que constituyen el sistema, comenzando por la manera de abordar aquello que llamamos “obra de arte” y entender que esta dimensión de lo cultural, en su proceso de desacralización, apunta cada vez más a asumirse como proceso reflexivo dentro de una lógica de transformación orientada hacia cambios significativos en lo real, a construir ciudadanía y no sólo como la mera contemplación de espíritus escogidos. Ya Nietzsche reclamaba que esa visión “neutra” que se ha perpetuado del espíritu tiene que ver con el poder ejercido por algunos grupos sociales por sobre otros, como un arma de dominio sobre el cuerpo y la realidad tangible. En estos tiempos de intensas conexiones y tensiones entre grupos diferentes que han atomizado el campo en una estructura plural, no podemos estar a espaldas de tantos flujos de deseo que circulan con la intención de afectar un sistema unipolar. Dentro de nuestro propio país han habido propuestas que han querido afectar el campo, y es nuestra tarea abordarlas, entenderlas y aprender de ellas para poder así diseñar unas políticas culturales más acordes a las necesidades colectivas y no de grupos que se atribuyen el poder de la supuesta “verdad” brindada por el privilegio de su autoridad y no por el conocimiento compartido. Tanto para aquellos que abogan nostálgicamente y acríticamente por un supuesto paraíso perdido como para quienes quieren borrar las huellas del pasado e implementar estrategias más inclusivas sin tomar en cuenta las conquistas de determinadas propuestas específicas, es necesario recordarles que las relaciones entre cultura y poder siempre se visibilizan en el campo de la batalla por la hegemonía. Sin una conciencia crítica histórica –que considere los beneficios del pasado y del presente- será difícil plantearse estructuras sin reproducciones de los tradicionales mecanismos de exclusión. Notas [1] Por ser una perspectiva eurocéntrica que favorece unos rasgos por sobre otros, especialmente aquellos basados en el culto a la individualidad creativa, sostenida sobre una estética heroica y clásica, que define un modelo de belleza que se quiere universal y trascendental. [2] Navarrete, José Antonio (2005): “El parto de los montes: la Megaexposición II” Publicado en Papel Literario, suplemento cultural de El Nacional, sábado 14 de mayo, p. 4.
[3] García Canclini, Néstor (1995): Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México D.F.: Editorial Grijalbo, p. 96. |