Kelly Martínez |
Llegó la "Burrimanía" 4 de agosto de 2008 |
Me piden firmas, se hacen fotos conmigo, pero pocos se dedican a aprender de mis fotografías o a hacer fotografías. No se trata de que yo sea una inspiración, sino de que con la inspiración hay que hacer algo. René Burri, en una conversación personal sostenida el lunes 4 de agosto del 2008 I. Lo que es Tengo un amigo que dice que, en Caracas, no puede aparecer “una rana con un micrófono” porque en seguida todos salen a ser entrevistados. Antes de comenzar esto, bien vale decir que las presenten líneas no quieren ser una crítica al evento cultural, en sí, acaecido durante el mediodía del domingo 3 de agosto del 2008 –a cuatro años de la muerte de Cartier Bresson ¿curiosamente?– ni al fotógrafo que lo protagonizó, ni a las instituciones que lo organizaron. Son, eso sí, una crítica a buena parte del público presente, a la actitud con que veces asumimos –en Caracas– las cosas. Se suele criticar a las instituciones, pocas veces a sus “beneficiarios”. Siempre me ha resultado curiosa la avidez del caraqueño ante lo que interrumpe la monotonía de la ciudad. Festivales de teatro, conciertos y eventos públicos en general, suelen llenarse de multitudes. Somos una “ciudad” ansiosa de vivir y por otra parte, bien lo sabemos, aquí nunca pasa nada. Sin embargo (y hay que hacer aquí una irónica y reflexiva extensión en la pronunciación de la sílaba “go”)…hay en nosotros una constante necesidad de eso que bien hemos llamado “figurar”. (¿Cómo las misses? ¿Aspirantes a qué corona?) Me incluyo. Es difícil no hacerlo después de quince años. Sin embargo (mismo tono), toda trampa es siempre eludible. Hazlo, pero que te vean. Cultura Venevisión, cultura showcito. Que te vea todo el mundo. Que todos sepan que estás allí, que lo estás haciendo. Que eres el “chivo que más m…”, “el papá o la mamá de los helados”. No importa que no lo seas, fíngelo, preténdelo, demuéstralo. No importa si después te moriste de miedo, si después la soledad vino y te mordió las patas o si la tristeza decidió instalarse en tu sofá. Porque así es Caracas; porque aquí hay que ser siempre el más “vivo”. Curiosa relación esa que hacemos entre plenitud y maldad. La inauguración de la exposición René Burri: un mundo ha sido, sin duda, uno de los eventos culturales más promocionados en los últimos meses. Está muy bien. La obra de este suizo-francés bien lo vale. No sólo porque durante casi setenta años se haya dedicado a hacer accesible el mundo a través de las imágenes o porque haya cambiado la manera de hacer fotografías y nos haya legado íconos visuales; sino tal vez porque es uno, de los primeros miembros de la Agencia Magnum Photos –la más importante del siglo XX y quién sabe si de buena parte de éste– que aún vive. Una agencia que tiene la brillante capacidad de renovarse siempre a sí misma, de ir acorde con el paso del tiempo, con los cambios de los discursos fotográficos y del gusto de las generaciones. No obstante, sorprendió allí la ausencia de buena parte de los fotógrafos caraqueños. ¿Motivos? Unos cuántos. Desde los detractores políticos del régimen (y que tal vez vayan a verla más tarde, escondidos) hasta los que detestan las inauguraciones porque resulta imposible –en ellas– apreciar la muestra, son contados los nombres de fotógrafos conocidos que allí estuvieron. Los que estaban, junto a otros no tan conocidos pero de igual talento, se dedicaron, por supuesto, a devorar la muestra en la medida en que era posible hacerlo dada la enorme concurrencia de público que asistió al evento. Sorprendía, más que la ausencia de fotógrafos, la actitud de dicha “concurrencia” ante la presencia –en el Museo de Bellas Artes– del maestro René Burri. Apiñados en multitudes o haciendo largas colas, catálogo en mano, el público presente se enfrascaba en una suerte de lucha grecorromana por obtener una firma o hacerse una foto junto al artista suizo. ¿Monumento histórico? ¿Verdadera admiración? ¿Souvenir dominguero o certificado de asistencia? No se equivocarían tal vez quienes voten por la última opción. Sí, de alguna manera ha de decirse al mundo que allí se estuvo. No importa si no se ve la muestra, lo importante es no desaprovechar el evento. ¿Cuántos de los que luchaban cuerpo a cuerpo, perdiendo eso que, según el refrán, es lo que nunca debe perderse –glamour, clase, etc, etc.- conocen realmente la obra de este fotógrafo? ¿Para qué o para quién se hacen la foto? ¿Para qué necesitan la firma? ¿A dónde van a parar luego de haber sido mostradas a los amigos, “levantes” o “posibles levantes”, compañeros de trabajo, publicadas en el vicio del Facebook y demás vías de legitimación neocapitalista de nuestras existencias? ¿Qué queda de eso y para qué sirve? Resulta vergonzoso pensar que los caraqueños hagamos todo por puro “figurar”. Que de las inauguraciones sólo nos interesen vinos y pasapalos. Peor aún, que las inauguraciones sean única y exclusivamente un evento social y no un evento socio-cultural. Resulta aún más vergonzoso saber que, durante dos horas, un hombre mayor, con una agenda llena de actividades, haya tenido que dedicarse a firmar autógrafos y hacerse fotos como si fuese el Palacio de la Alambra, sólo porque en esta ciudad importa que te vean; poco importa el ver. ¿Volverán luego a observar la muestra? Es probable que la mayoría no lo haga. Lo único que había allí para ver era a René Burri. Qué haya hecho poco nos importa. Interesa, eso sí, que es famoso, que su nombre es una institución casi tan poderosa como la agencia para la cual trabaja. ¿Se harían la foto, pedirían la firma si fuese un simple y pedestre desconocido? Jamás, ha llegado aquí en su blanco corcel para que lo convirtamos en monumento. Para que adorne plazas. No sólo es vergonzoso. Es también triste. Es triste que los caraqueños “comamos” fuegos artificiales y fanfarrias. Es triste que para nosotros todo sea pasarela y brillitos de colores, pedrería inútil y falsa, fantasía. Que lo único que importe sea siempre estar a la última, no quedarse atrás, reyes Midas de la podredumbre. Vale hacer la salvedad para quienes han seguido la trayectoria de este fotógrafo durante años y fueron a darle la mano y también a pedir su firma. Siempre resulta intrigante el hombre detrás de la obra. Siempre queremos decirle cuánto le admiramos y agradecemos haber hecho lo que hizo. Pero, extrañamente, estos raros casos esperaron pacientemente la oportunidad para hacer lo suyo. Nada de jaurías, nada de enjambres alrededor de nadie. Estaban también los que sólo se dedicaron a mirar la exposición. Callados, sin aspavientos. No, esos no hicieron la cola, no formaron parte de la manada. Pero es probable que jamás olviden que allí estuvieron. No tienen fotos con Burri, no tienen autógrafos, pero tienen integridad. Van allí con el corazón en la mano, abierto y receptivo. Un corazón casi infantil. Sin embargo, a esos, a los que no “figuran” son aquellos a los que este pueblo llama “perdedores”. Da lo mismo la firma en el catálogo que el celular último modelo. Lo que cambia es el objeto de muestra, no la intención o la actitud. Tal vez sean pocos los que realmente merecían compartir con Burri. Merecían más que una exposición y que conferencias de las que sólo se entera la élite del campo de la fotografía o quienes ellos decidan, coyunturalmente, que deben enterarse. Sin embargo, el pueblo es la cultura. Venenosamente ha de mencionarse –no podía pasarse por alto– el hecho de que muchos de los libros que le entregaron al maestro para que firmara, olían, inevitablemente olían, a recién comprado. Eso sin pensar en el “insignificante” detalle del precio de los libros de fotografía en las librerías nacionales. Hay quienes prefieren gastar su dinero en buenas cámaras o en película (sí, todavía quedan dinosaurios en el arte de escribir con luz), no en objetos cuyo único destino es un olvido paulatino, lejanos a la función para los que fueron destinados. Da lo mismo quién sea: Burri, Kosturica o el sapo con el micrófono. Basta sólo un poco de fama. Mejor aún si viene de otra parte. A los nuestros nadie les hace porras, nadie forma fila para verlos. Lo acontecido en el Museo de Bellas Artes no es sino una pequeña muestra de cuánto daño nos han hecho las últimas tres décadas de historia. Bienvenido Sábado sensacional para ocultarnos que nos estamos quedando sin patria; que el proyecto “modernista” en Venezuela no fue sino polución y fracaso; que aquí vale el que más tiene, aunque la posesión sea simbólica o aunque sea sólo una apariencia; aunque realmente no se tengan sino espíritus abismados, vacíos llenados con baratijas de quincalla. El campo de la cultura, siempre tan “encumbrado”, siempre tan por encima de todo, tan “profundo” –desde la élite hasta los “personajillos del mundo intelectual”, esos que orbitan constantemente intentado formar parte “de” (aquí no se salva nadie) -no escapa tampoco a las pequeñas trampas del sistema. Tal vez el día en que nos dediquemos a barrer los confetis sucios que nos quedaron de nuestros multicolores carnavales políticos, podamos hacer algo. Sí, se llevaron la foto y la firma, pero jamás se llevaron a “Burri”, en esa loca manía que tenemos de fundir creador con creación. ¿Quiénes son realmente los perdedores? II. Lo mismo, pero de otra forma Sí, señores ¡Llegó la Burrimanía! Vayan todos a que les firmen su libro recién comprado, aunque no conozcan bien la obra de este fotógrafo suizo cuyo discurso construyó y deconstruyó la historia de la fotografía contemporánea. Vayan todos a hacerse retratar junto a él, la efigie, la estatua, la momia viviente. Sólo para después mostrarlo, sólo para después decir que “yo si estuve”. Vayan todos al Magno Evento de la Belleza. Vayan junto al que convierten en el “rockstar de la cámara”. Vayan. Aunque no les importe que una pequeña niña china haya dudado alguna vez de algo mientras su familia almuerza. O que una prostituta asiática tenga el descaro de desafiar a la cámara mientras muerde la oreja de un soldado norteamericano. Vayan, aunque ni siquiera admiren al Che, por no decir a Burri, lo que tal vez sea demasiado pedir. ¡Porque llegó la Burrimanía! Vayan a intentar sacarle el más sucio provecho al hombre que nos dejó la fascinada cara de un obrero ante la ciudad de Brasilia. Al hombre que retrataba niños sordos a los que sólo les bastaba la música en su interior; al que nos legó un Fidel Castro que se rasca el cogote antes de asestar un golpe certero en la tribuna. Vayan a decirle cuánto lo admiran, aunque no logren conmoverse ante la imagen de un Giacometti que se con-funde con sus esculturas. Porque lo que menos importa es eso, ni siquiera que sea Burri. Importa que después diga que me hice una foto con él, que me autografió algo, que estuve y fue “chévere”. Porque eso es Caracas. Porque aquí convertimos a fotógrafos en “Pop Idols”. Porque aquí de todo se hace un showcito. Porque la Cultura Venevisión nos corre por las venas, porque jamás –y si no lo intentamos- nos desligaremos del Miss Venezuela. ¿A qué corona aspiran, me pregunto? Triste tiara plástica que se bota después del carnaval, que no pesa nada. Vayan. No importa si jamás en su vida han hecho una foto decente, o una foto. O si creen que -y como dice Stewie- por “hacer una foto de un sofá y virarla a sepia”, son fotógrafos. Vayan los que jamás han leído una línea sobre fotografía, los que no tienen la más mínima intención de llevarse algo noble de allí, de un museo soleado, de un vértigo de imágenes; de un viejo loco con sombrero, cámara y bufanda. Vayan. Aunque más tarde jamás disparen un obturador y digan que, eso de hacer fotos, eran sólo aficiones de juventud. Vayan porque hacer fotos es “cool”, porque son ninfas aspirantes a bohemias o porque así las”pavas” les hacen más caso. Vayan, aunque sean incapaces de percatarse de los azorados ojos de quienes están allí porque llevan años esperando estar allí y no pudieron aguantar la espera. Los que no tenían dinero para comprarse el libro ayer y, sin embargo, caminaban embelesados por la sala. Los que se llevan mucho más que una firma, aunque firma tengan. Vayan, aunque sean incapaces de ver nada. Llévense el libro autografiado, el catálogo autografiado, la camisa, el pelo, los zapatos, la firma, la autografía autografiada. Todo lo que luego terminará siendo hogar del polvo, cosas sin voluntad que se abandonan en tristes gavetas. Vayan aún sin saber que la obra de este hombre les sobrevivirá. Pónganse frente a él e imploren: ¡Burrifícame, Burri, burrifícame! Tóquenle el borde de la túnica a ver si hace un milagro aún cuando no entiendan el milagro que acontece en cada foto. Frenéticos, extáticos, en cola, en jaurías, en manadas. Vístanse como él, actúen como él. ¿Podrán hacer fotos como él, les pregunto? ¿Alguien aprenderá algo del maestro? ¿Recordarán luego que aquí estuvo? Bastante vino y “tequeños” en la panza y luego a mostrarle al mundo que me hice la foto con Juanes, perdón, con Burri. Porque todo es igual, porque aquí todo da lo mismo si por un día puedo exponerle a otros mis triste tiara plástica. Si tengo mis quince minutos de fama aunque jamás tenga cinco de auténtica felicidad. Oh, Santo Burri que estás en los cielos. Oh, Santa Fama que estás en los cielos. Santo petróleo santo. Santa Caracas santa. Vayan, usen sus mejores galas, sus mejores poses, construyan entre todos el teatro. Vayan todos a ser lindos, domingueros, a poblar de falsas nostalgias lumínicas la mañana de un 3 de agosto. Vayan a pelearse cuerpo a cuerpo con el resto de los impostados impostores. Póngale la cola al burro, a Burri, a-burri-dos consortes de la nada. Llévense su souvenir, su prueba imponderable de un viaje a ningún lado, fotogénicos, “farsagénicos”. Eso sí, haga la cola. Pórtese con decencia. No vayan a decir después que este es pueblo de gente poco fina. No pierda jamás la clase. Piérdase, si quiere, la exposición completa. Pero jamás el glamour, la pinta, la pose. Desfile, no se caiga en la pasarela del Bellas Artes, no vaya a ser que haga -¿más todavía?- el ridículo. Piérdase de las fotos, jamás del evento. |