Willy Aranguren Docente e investigador. AICA, Capítulo venezolano |
Un adiós para el maestro escultor y pintor Enrique González |
Desde Caracas, más específicamente desde La Pastora, había
llegado el escultor Enrique González, en el año de 1958, ya con la
experiencia acumulada de la Escuela de Artes Plásticas
“Cristóbal Rojas”, donde había tenido como maestros a
insignes figuras del arte como Antonio Edmundo Monsanto, Eduardo Francis,
Francisco Narváez, Pedro Ángel y Rafael Ramón González, Martín Funes,
Santiago Poletto, entre otros. Había llegado para aportar sus
conocimientos en la Escuela de Artes Plásticas “Martín Tovar y
Tovar”, traído y convencido por José Requena. Tanto ahí, como en San
Felipe, fundó cátedras. Estuvo por alrededor de treinta años como
docente artístico. Participó en salones de arte de Caracas, Maracaibo,
San Felipe, Maracay, Valencia, Coro, Barquisimeto, Guanare, Cabudare.
Realizó más de veinte exposiciones individuales y fundó la Galería
“EGO”, puntal del arte larense en
los setenta y ochenta. González (Caracas, 21 mayo
1920), de 38 años a su llegada a Lara, representó a una generación que
había abandonado la comodidad o el éxito, más o menos aceptable, de la
capital, para internarse en la provincia, siempre abandonada en cuanto a
recursos, motivaciones institucionales o carente de hombres que como él
disfrutaban la idea de la innovación, del pionerismo y del seguimiento de
la tradición, aumentada en este caso, por la querencia del lugar
tranquilo, doméstico, de pulperías y de costumbres sanas, como La
Pastora, que en cierto sentido se prestaba, en Barquisimeto o en San
Felipe, para continuarla, para disfrutar de la bonhomía del
barquisimetano, pendiente del suceso nacional o internacional, pero amante
de un “salón” de chivo, de las acemitas tocuyanas, del todavía
lejano Parque Ayacucho u Obelisco, de una carotas “caldúas” con suero
y arepas. Sólo que el
barquisimetano aguzaba la vista para ver las lejanías xerófilas y de
viento extraordinario, mientras que un petareño podría
inclinarse por el frío,
un golfíao o por ir a visitar el Museo de Arturo Michelena,
donde Doña Lastenia Tello de Michelena, viuda, había guardado los
tesoros artísticos de su marido; o suspirar con nostalgia en la esquina
donde el Siervo de los Pobres, el Doctor José Gregorio Hernández, había
pasado a mejor vida; asomarse a catuche,
Puerta Caracas o al Polvorín, para pintarlos, como también lo habían
hecho Gabriel Bracho o José Requena en sus tiempos mozos, poetizado además
por Aquiles Nazoa. El
Medio que une y transforma González tuvo la ventaja
de formarse en un medio que tomaba en cuenta lo autóctono o el folklore,
las inmediaciones naturales, asuntos que habían tenido en cuenta, en
tanto guías preclaros, ilustres venezolanos como Mario Briceño Iragorry,
Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón Salas, Andrés Eloy Blanco, Rómulo
Gallegos, Antonio Edmundo Monsanto, y
que en las artes plásticas, así como en otras artes, implicaba el
reconocimiento de una venezolanidad que se demostraba en la exaltación de
la idiosincrasia. De ahí que, no en balde
Enrique González, nuestro caso específico, hubiese pintado sitios como
Paracoto, Naiguatá, Barlovento, Capaya, El Ávila, Macarao, La Urbina, la
misma Pastora, entre los años cuarenta y cincuenta, para demostrar y
demostrarse a si mismo, lo valioso e interesante de
estas vistas, naturalmente pulcras y devenidas del más puro
romanticismo venezolano, como también le habían sucedido a los
escritores y poetas cuando exaltaban
una naturaleza que con el tiempo lamentablemente cambiaría o
desaparecería. Por ello González, en
principio, se sentía orgulloso, cuando el visitante llegaba a su casa de
Patarata, Barquisimeto, y le mostraba toda una serie de pinturas, donde
destacaba particularmente, una especie de paisaje pueblerino y urbano,
hecho a manera de mimesis y con sentido histriónico documental, una vista
de La Pastora, del año 1938. Entendemos que más que una cierta nostalgia
por el pasado referido a la niñez y a la adolescencia, se trataba de
autentificar una manera de unir la pintura, en tanto arte, con el
sentimiento de querencia, o mejor, unir la técnica, el profesionalismo de
hacer arte con el medio incrustado en la historia y en un momento
determinado de la vida del individuo, en este caso, de Enrique González.
Ello como forma además de autentificarse, de realizarse, de exaltar, de
nuevo, un terruño, que a fuerza de querencia y vivencia, se hace
universal. El
Paisaje y el folklore larense
en la Obra de Enrique González Esto mismo sucedió con el
paisaje o la naturaleza de Barquisimeto, un tanto diferente a aquella,
vecina del gran Ávila, pero el sentido de pertenencia habido en Enrique
González era simplemente prolongación de aquel espacio grandilocuente,
montañoso, abrupto, que ahora se convertía en gran llanura, en
corredores de ciudad que se extendían para ver los primeros edificios
como el del Hospital “Antonio María Pineda”, pintado
desde San Jacinto; o un barrio La Cruz, con sus ranchos a medio
construir, donde todavía se asomaba la vida doméstica y telúrica
de los campos; o un Bosque de Macuto, con la magnificencia mostrada debido a esos grandes árboles, guardianes y
colosos, otrora, del mismo Bosque. González cerró filas en ese tipo de
arte que sublimizaba, de
alguna forma la realidad, pero que también no abandonaba la raigambre, la
tierra misma, la raíz, la hospitalidad, la representación del éxodo
como forma de hacer de él una motivación plástica. Y ello además llegó a
suceder, desde otro punto de vista, con
la pintura de lo folklórico. Recordemos que éste fue exaltado
por novelistas, por los antropólogos, por los mismos folklorólogos,
transmitido en revistas, en tanto manifestaciones auténticas de nuestro
pueblo. No en balde personalidades como Juan Liscano, Carlos Cruz Diez,
Luis Rivero Oramas, Armando Barrios, Gilberto Antolinez, lo habían
estudiado y transmitido. González se convierte en un pintor, por ejemplo
de los Diablos de Yare, por cuanto esta realidad estuvo dentro de su campo
o radio de acción y por cuanto sentía que ésta era y es una manifestación
auténtica de nuestra venezolanidad, de nuestro sincretismo fabuloso. De
igual forma se manifestará la pintura relativa a San Antonio y al
Tamunangue, rica tradición de esta tierra que lo acogió. En estos casos,
le interesara sólo destacar la acción, el quehacer interno del objeto, o
de la persona, del hecho, como especie de “retrato”. Así va a suceder con otras
manifestaciones u otras formas de concebir a la creatividad, dentro de las
artes plásticas, como el acercamiento a las flores, a lo añejo, a las
naturalezas muertas, o en campos donde tuvo además la suerte de ser
pionero como en el vitralismo, o la misma realización de esculturas. El
Escultor Pero más allá de sus
dotes de pintor, de docente, de animador
cultural, Enrique González fue ante todo un escultor, un artista de volúmenes
concretos, como lo demostró a través de su vida y de múltiples
esculturas, hechas entre Lara, Portuguesa y Guárico. Realizó más de
sesenta esculturas monumentales y de mediano formato. Y ello constituye un
punto fundamental, dentro del arte larense, pues para la llegada del
artista, desde Caracas, adolecíamos de escultores y por lo general, las
obras, se mandaban a hacer a la capital, o a una compañía como la
Roversi u otras. Sólo Julio Teodoro Arze y Eliézer Ugel se habían
encargado de hacer uno que otro trabajo escultórico, requerido por lo
general por autoridades gubernamentales. Pero estos artistas ya habían
fallecido en 1933, Arze, y en 1955, Ugel, de forma que el desamparo no podía
ser más elocuente. Podríamos dividir la
producción de González, en dos bifurcaciones. Una estatuaria, oficial,
gubernamental, de encargo y que se refería por lo general a próceres o
personas públicas de trayectoria altruista y otra rama, mucho más artística
o libre, que obedecía a la creatividad a flor de piel de González, sin
menospreciar el sentido artístico del primer grupo. González obedece en
principio a un cierto tipo de escultura narrativa, de fino raigambre,
cultivada a lo largo del siglo XX, por nuestros escultores como Eloy
Palacios, Lorenzo González, hasta Francisco Narváez, su maestro,
innovador de toda la escultura venezolana de todos los tiempos. En González
se aprecia la estilización de la escultura o la afirmación de lo
natural, el porte solemne del personaje, la actitud meditabunda, soñadora
en ciertas esculturas, la reciedumbre de la figura, en otras, mientras que
presenciamos la exteriorización de ideas y sueños que transcurren.
Enrique González fue entonces un escultor y un artista a carta cabal. Vayan estas líneas como homenaje póstumo a quien el viernes 14 de mayo, se ha ido; con quien conversábamos en muchas oportunidades, de quien hablábamos, con Nelson Torcate, actual secretario de gobierno del Estado Lara, para en vida, hacerle un homenaje. Hace dos meses le visité para invitarle a participar en la exposición que preparaba “Retratos y Autorretratos en el Arte Larense”, en el Ateneo Ciudad de Barquisimeto. Nos prestó un gran autorretrato hecho hacia 1958. Este texto representa ciertas ideas o acercamientos del suscrito, recogidas apenas en algunas visitas al creador que ahora debe estar al lado de Brancusi, Narváez, Poletto. Nos quedan sus huellas transformadas en esculturas y sus pinturas afortunadamente reunidas, por su familia, en su Galería “EGO”, de Patarata. Paz a sus restos! |