Rigoberto Lanz  / Alex Ferguson

rlanz@cipost.org.ve

rlanz@orus-int.org
orus-ve@cantv.net
rigoberto.lanz@gmail.com
www.orus-int.org

OBSERVATORIO INTERNACIONAL DE REFORMAS UNIVERSITARIAS

La Reforma Universitaria en el contexto de la mundialización del conocimiento (Documento rector)

septiembre de 2005

ÍNDICE 

 

Introducción

 

1. ¿Por qué una reforma del pensamiento? Problemas derivados de la crisis de los modelos epistémicos heredados.

 

2. La reforma universitaria de cara a la crisis de civilización. Distintas conexiones entre el mundo académico y las lógicas socio-culturales de la Modernidad

 

3. La reforma universitaria y la crisis de los modelos educativos de la Modernidad. Cuestiones atinentes a una caracterización de la crisis de los modelos educativos.

 

4. La reforma universitaria y los paradigmas disciplinarios. Problemas derivados del agotamiento de las lógicas disciplinarias que están en la base de la organización de saberes.

 

5. La reforma universitaria de cara a la emergencia de los paradigmas de la complejidad y la transdisciplina. Problemas relacionados con los requerimientos epistemológicos de una reforma del pensamiento.

 

6.  La universidad impactada por la mundialización. Cuestiones atinentes a las implicaciones de los nuevos mercados del conocimiento.

 

7. La reforma universitaria y las nuevas dinámicas del trabajo y las profesiones. Cuestiones relacionadas con las transformaciones que las nuevas tecnologías provocan en el mundo de los desempeños laborales.

 

8. La reforma universitaria de cara al encuentro de civilizaciones y al diálogo de saberes. Problemas derivados de la diversidad cultural que caracteriza los flujos de conocimiento.

 

9. La reforma universitaria y la cultura académica. Cuestiones relativas a las condiciones históricas y coyunturales que obstaculizan los procesos de cambio.

 

10. El pensamiento de la reforma y los procesos en curso. Problemas derivados de las dificultades para entrelazar los niveles teóricos con la experiencia de cambios puntuales.                                  

Introducción

El objetivo principal de este texto es presentar una sistematización de los lineamientos epistemológicos que orientan la labor del “OBSERVATORIO INTERNACIONAL DE REFORMAS UNIVERSITARIA” (ORUS.Int) de cara a las diversas experiencias de intervención en contextos internacionales de una alta complejidad. Se entiende que los procesos académicos en distintas regiones del mundo obedecen a singularidades culturales y políticas que no pueden ser adecuadamente caracterizadas a partir de modelos de análisis globales. Al mismo tiempo, se constata la existencia de una plataforma común de supuestos teóricos y una determinada sensibilidad intelectual que forman parte constitutiva de los repertorios analíticos con los cuales es posible operar coherentemente en los contextos más disímiles. Precisamente, la explicitación de estos presupuestos permite la delimitación de los horizontes singulares que hacen a una cierta mirada del mundo contemporáneo, a las interpretaciones de la crisis de civilización que está en la base de los problemas coyunturales, a las concepciones sobre la educación y la universidad que sirven de palanca para la formulación de las propuestas alternativas frente a los atascos del mundo académico.

De igual manera se entiende que las matizaciones individuales en los abordajes de estos problemas son parte de las características del trabajo intelectual en este tiempo. Por ello el desarrollo  que se presenta a continuación no puede tomarse como postulaciones únicas ni cerradas. Dada la complejidad de estos problemas resultaría un despropósito pretender contener en un sola mirada toda la riqueza y vastedad de estos asuntos. Lo que se propone es sencillamente una recreación del conjunto de premisas compartidas  durante años de trabajo en equipo de modo tal de proveer de visibilidad suficiente  las bases epistemológicas que sirven de soporte a las interpretaciones sobre la universidad contemporánea.

1. ¿Por qué una reforma del pensamiento?

Problemas derivados de la crisis de los modelos epistémicos heredados.

Los abundantes diagnósticos de la crisis universitaria en el mundo dan cuenta de múltiples dimensiones en donde se constata  la inviabilidad de un modelo educativo que ya no  se corresponde más con  las expectativas de los nuevos actores que emergieron en la escena, con las nuevas condiciones de la “sociedad de la información”, con las nuevas exigencias de una mundialización que opera como proceso expansivo y arrollador en relación a las  prácticas y discursos tradicionales. Todo ello está apuntando a una esfera que  suele permanecer en la opacidad: los sistemas de representación cognitivos, los mapas epistémicos que  sirven de comandos para la reflexividad, los paradigmas que funcionan como presupuestos en el campo de la investigación, en los análisis e interpretaciones de todo género.

La discusión sobre la temática universitaria arrastra estas implicaciones de modo generalmente implícito. Las interpelaciones intelectuales y la confrontación de tesis están frecuentemente desplazadas en relación con los basamentos epistemológicos de los que se sirven. Muchos contenidos de enfoques e interpretaciones sobre la realidad universitaria provienen directamente de emplazamientos paradigmáticos que están direccionando lo que se piensa y cómo se piensa. Pero ello no aparece visiblemente en la agenda de debates. Incluso los analistas pueden no estar concientes de estas implicaciones (sea por desconocimiento de estos intrincados entrelazamientos, sea por cálculo de conveniencia). Para que un enfoque teórico sobre la universidad o una interpretación coyuntural cualquiera se hagan cargo de sus premisas epistemológicas hace falta recorrer un camino de reconstrucción para el cual el pensamiento ordinario no suele estar ni preparado ni dispuesto. Ello explica las dificultades con las que tropieza frecuentemente el reclamo de fundamentación en estos debates. En buena medida se deben a las conocidas simplificaciones que acompañan al pensamiento que prevalece en estos ambientes. Pero se debe, sobre manera, a la dificultad mayor para establecer las conexiones entre una apreciación y su presupuesto, entre una interpretación y su sostén oculto, entre una manera de analizar  los problemas y los instrumentos categoriales con los que se opera, es decir, la íntima conexión entre los modos de pensar  y las maneras de entender los que ocurre en el seno de las universidades.

La línea maestra con la que se viene trabajando el tema universitario en la perspectiva que nos conciernes como equipo ORUS.Int es justamente la de conectar la referida crisis universitaria (en sus variados componentes empíricos) con la crisis civilizacional por la que atraviesa la humanidad; y en ese contexto poner en evidencia las múltiples implicaciones que tiene el hecho básico de una crisis epistemológica. Es esta una dimensión que no  puede darse por sabida. No sólo por las repercusiones que tiene hacia distintos ámbitos de la ciencia y de los saberes académicos, sino por su impacto en los que se perfila como alternativa frente a crisis de los modelos de educación en el mundo. La crisis de paradigma que caracteriza al momento actual de la humanidad supone precisamente un cuestionamiento de las lógicas que han estado en la base de la racionalidad de la ciencia y demás saberes establecidos. La universidad es toda ella la más elaborada síntesis de esa racionalidad. Por ello la crisis de paradigma impacta directamente en el centro mismo de los modos de producir y reproducir esa lógica. El núcleo  más sensible de la crisis  universitaria a escala mundial es justamente el que proviene de la crisis de la episteme tradicional en la que se fundó todo su quehacer. Crisis de paradigma y crisis universitaria constituyen polos de un mismo fenómeno que debe ser desentrañado para comprender la naturaleza de la situación actual de los modelos educativos, y sobre manera, para encarar de otra manera el diseño de propuesta alternativas frente al colapso de la universidad tradicional.

La tesis que se desprende de este enfoque aparece en toda su densidad: sin reforma del pensamiento  no hay reforma universitaria. He allí la conexión que coloca en la agenda el problema epistemológico como un requerimiento interno del propio proceso de refundación de la idea misma de universidad. No se trata ya de una meta-reflexión que se coloca al exterior de los asuntos en debates como una apelación filosófica sin consecuencias. Al contrario,  la pregunta por los modos de producción de conocimiento aparece nítidamente como un vector constitutivo de la posibilidad de transformación de un espacio discursivo y de un entramado institucional que no puede ser reformado sólo con operaciones administrativas.

Pensar la universidad del futuro pasa entonces por colocar la cuestión de los modelos cognitivos en el centro del debate. Ello implica hacerse cargo de los problemas de la crisis de la racionalidad que ha fundado las formas de producción de conocimiento en el largo trayecto de la Modernidad. Dado que la universidad ha sido parte constitutiva de ese horizonte civilizacional, resulta claro que una parte importante de su  agotamiento histórico alude justamente a los límites de la episteme Moderna, es decir, a la implosión de un paradigma epistemológico que modeló durante siglos los modos de pensar, y con ello, los modos de enseñar y de formarse en el mundo universitario. Una trasformación de la universidad que no se fundamente en los nuevos repertorios epistemológicos  que orientan hoy la producción de conocimiento estaría condenada a un ejercicio de remodelación institucional que deja las cosas esencialmente iguales. Para superar esta limitación estructural es menester introducir en la agenda la problemática de los modos de pensar   como una condición sustantiva de los procesos de cambio en el mundo universitario. A sabiendas de su especificidad y de los requerimientos teóricos propios del abordaje epistemológico del quehacer académico.

Los matices en la caracterización de la crisis de paradigma que aqueja al establecimiento universitario en el mundo son muy diversos (e incluso en muchos casos contradictorios). Un piso común tal vez sea la conciencia generalizada de la inviabilidad de los formatos establecidos, el agotamiento y saturación de un modelo cientificista que ha terminado por ser una caricatura del reduccionismo y la simplicidad. Ello explica por qué en distintos momentos el reconocimiento de la crisis del modelo cognitivo tradicional es al mismo tiempo el ejercicio de una crítica epistemológica a toda una arquitectura racional que ha estado en la base, no sólo de los sistemas universitarios implantados en todo el globo, sino también de discursos y prácticas en el terreno cultural, económico y político. Esta función crítica adquiere naturalmente un tono controversial en muchos debates y no podía ser de otra manera. Es muy difícil tener opiniones comunes en un territorio tan problemático. No obstante, el trabajo intelectual trenzado en todos estos años ha ido construyendo una base colectiva cuyo núcleo duro gira precisamente en torno a esta apreciación decisiva de la crisis epistémica de la Modernidad y, al mismo tiempo, la necesidad ética de hacerse cargo de una crítica al modelo civilizacional del que forma parte consustancialmente.

Desde luego, este planteamiento no debe ser asumido mecánicamente como algo  que va “primero” respecto a los procesos puntuales de reformas en cualquier nivel. Por esa vía se produce una parálisis de la praxis que no puede resolver mecánicamente una cuestión de monta cultural, por ello mismo, de una extrema complejidad y lentitud en los tiempos de trasformación. Estos planos no deben ser confundidos en el orden operativo. Las tareas en uno y otro ámbito son de naturaleza diferente. Que la cuestión epistemológica pertenezca a la misma agenda de las reformas de la universidad no equivale a que puedan abordarse de la misma manera ni que correspondan al mismo tempo.  El asunto consiste justamente en la necesidad de plantear la problemática de fondo de los modos de pensar como formando parte de las preocupaciones centrales a la hora de visualizar la agenda de las reformas. De ese modo se resguarda apropiadamente el nivel y la pertinencia en los que debe abordarse el debate epistemológico de cara a las concepciones de la educación, de la enseñanza, de la universidad.

Tanto el filo de la crítica en este terreno, como las diversas propuestas y tesis en juego, forman el repertorio con el cual se distingue un perfil intelectual en el concierto de las muchas visiones sobre la crisis de la universidad y sus posibles salidas. Este acento persigue el propósito esencial de conectar en todo momento el escenario de los procesos específicos de cambio en distintos ámbitos con la dimensión subyacente de los patrones cognitivos que terminan comandando el sentido y dirección de lo que se propone. Explicitar esta esfera epistemológica no sólo ayuda a la comprensión de los planteamientos y a la facilitación de los debates en curso sino que es ella misma una  poderosa palanca intelectual que densifica las estrategias de transformación, los sistemas de alianzas, los programas de transformación en cada escenario singular.

En el terreno de las mentalidades, de los hábitos cognitivos instalados, de las tradiciones intelectuales convencionales se concentran poderosos obstáculos frente a los procesos de transformación en las universidades. Estos sistemas de representación cognitiva aparecen frecuentemente recubiertos con actitudes, conductas e interpretaciones de distinta apariencia. Los actores en juego se protegen echando manos a pretextos políticos, a la instrumentación de cuotas de poder o la descalificación de adversarios reales o imaginarios. En todos los casos  con el mismo trasfondo: defensa-- muchas veces instintiva—de visiones epistemológicas instaladas en  los recónditos espacios de las representaciones; convertidas en discursos y prácticas durante siglos, asentadas en aparatos organizacionales (las universidades y todo el sistema educativo) que se reproducen inercialmente merced a la fuerza del sentido común que organiza la cohesión del sistema social dominante. Ello explica claramente la fuerza efectiva de esta inercia a la hora de apreciar los diversos obstáculos a los procesos de transformación. Su condición subyacente –inasible para las operaciones empíricas de cambio—le atribuye características especialmente  complejas para el manejo coyuntural, para la gestión de las reformas. Ante la evidencia factual de un proyecto de cambio curricular, una formulación jurídica o un sistema de gestión, los problemas epistemológicos aparecen como “abstracciones” difíciles  de negociar con operadores políticos. No sólo por razones de competencia intelectual sino por la naturaleza misma de esos problemas.

La reforma universitaria, si está conectada expresamente a los requerimientos de una transfiguración de fondo del propio estatuto epistemológico del régimen de saberes heredado de la Modernidad, se sitúa en un horizonte que trasciende las operaciones administrativas que suelen agotar la voluntad de transformación en el círculo vicioso de “cambiar para que nada cambie”. En los modos de pensar se condensa muy nítidamente el contenido sustantivo de un paradigma epistemológico que ha entrado en crisis. La reforma de la universidad en la que ORUS Int.  se compromete de una manera determinante es justamente aquella que coloca en primer plano el modelo cognitivo donde se asienta el mapa académico que caracteriza el modo de enseñar en nuestras universidades. Esa taxonomía epistémica que dibuja la distribución de carreras no es casual. Por debajo se oculta precisamente la racionalidad que marca todo lo que aparece en la superficie como organización de saberes (unos y no otros, dispuestos de una cierta manera y valorados en función de jerarquías y pertinencias que provienen del mismo suelo fundacional). Poder centrar el debate en esta esfera no es un ejercicio inocuo respecto al resto de dimensiones que entran en juego en la agenda de las reformas. No se trata de diseñar marcos referenciales eruditos para encumbrar los análisis empíricos. La cuestión cardinal es poder evidenciar, al interior de los protocolos epistemológicos que están en juego en el modelo de universidad heredado, que ese mapa cognitivo ha implosionado y que no es posible salir adelante con los mismos presupuestos que están en la base de esta arquitectura académica en crisis. Lo que está sugerido en esta tesis es que el colapso de los sistemas de educación superior en el mundo está originado, entre otros elementos, en la propia cimentación de un modo de pensar que no puede ser reparado con modalidades de reingeniería. Durante muchas décadas se han hecho los más ingeniosos intentos por remodelar estos sistemas. Las experiencias más exitosas de actualización (de “modernización”) conducen a un mismo resultado visible: recubrimiento institucional de una episteme a la deriva, acomodo organizacional de una misma racionalidad que ha sido llevada a su límite.

Una vez superado el escollo de una asunción abierta de la dimensión epistemológica de las reformas universitarias podemos atender la cuestión no menos complicada de identificar los nuevos protocolos que pueden guiar la reelaboración de un nuevo modelo de educación. Allí la discusión es muy enriquecedora. En todos estos años de búsquedas comunes se ha logrado asentar una plataforma de postulaciones epistemológicas que apuntan precisamente hacia la superación de la crisis de paradigmas que está en el fondo del colapso del modelo Moderno de educación y de universidad. Para interactuar apropiadamente con este repertorio epistemológico es menester valorar adecuadamente el status de este debate, es decir, las tremendas implicaciones que se esparcen hacia todos los ámbitos donde la agenda de las reformas debe intervenir.

Entender las reformas universitarias—simultáneamente—como un proceso de cambio paradigmático (como una reforma del pensamiento) es la condición de posibilidad de transitar un camino de refundación del papel de la educación en esta nueva era planetaria; es la manera de concebir la universidad que viene en el torrente de un cambio civilizacional de gran envergadura.

2. La reforma universitaria de cara a la crisis de civilización.

Distintas conexiones entre el mundo académico y las lógicas socio-culturales de la Modernidad

Parece evidente que la discusión sobre la problemática universitaria debe ser asociada a consideraciones más amplias concernientes a la situación por la que atraviesa la propia sociedad de la que los modelos educativos son expresión privilegiada. Si bien en un momento dado el debate puede –y debe—concentrarse alrededor de los contenidos internos que hacen  a la estructura de  este espacio específico, también es claro que la dinámica de la educación superior depende en un alto grado de las condiciones socioculturales de un momento histórico determinado y se impregna fuertemente de la impronta ideológico-política en las coyunturas puntuales de cada región  o país.

En el nivel más alto de las grandes tendencias que cruzan al globo terráqueo de un lado a otro se observa cómo la crisis del paradigma del “desarrollo” fundado en una visión instrumental de la tecno-ciencia ha impactado severamente, tanto a los circuitos de legitimación de los saberes académicos que se han instalado durante siglos para refrendar esa racionalidad desarrollista, como a la organización de esos saberes en los clásicos formatos de las profesiones, los mercados laborales y los desempeños certificados. La universidad que emerge con la sociedad industrial como superagencia de titularización de la fuerza de trabajo para ese específico modelo de producción material y simbólica, discurrió durante siglos cumpliendo fielmente la función estratégica de “preparar la máquina para el trabajo”. Tanto la producción de conocimiento, como la formación tecno-profesional para el desempeño de las complejas tareas de los procesos de industrialización, coparon decisivamente el modo de organización académica del mundo universitario, sus pautas de legitimación frente al Estado, su proyección en el imaginario sociocultural de cada sociedad.

La crisis de la potente noción de “progreso” y el consiguiente cuestionamiento de las bases mismas de la ideología del “desarrollo” desencadenaron  una gran conmoción en los cimientos de las líneas de fuerza mediante las cuales se estructuró una visión del mundo que daba por supuesto el incesante bienestar de la humanidad mediante la acumulación de las experticias técnicas que permitieran ejercer un completo dominio sobre la naturaleza. Esta visión—quintaesencia de la racionalidad instrumental en los siglos XIX y XX—fue progresivamente tensionada por el fracaso planetario de las ilusiones del “progreso”. Emergió una creciente conciencia mundial del contenido eco-depredador inscrito en la propia lógica de los patrones tecnológicos imperantes, en la racionalidad constitutiva de los modelos de desarrollo. Una ecología política de gran aliento (cultivada en el mundo desde horizontes intelectuales muy diversos) mostró la inviabilidad de una civilización fundada en la presunción antropocéntrica de la superioridad técnica de los hombres frente a una idea fantasmática de “naturaleza”.

Este tipo de fenómenos ilustra el giro cultural al que nos enfrentamos en medio de una crisis civilizacional. Todas las variantes de los movimientos ambientalistas en el mundo, la eclosión del género como una nueva consciencia intersubjetiva que conmueve las categorías tradicionales de “lo masculino” y “lo femenino”; la eclosión de una masiva revuelta cultural protagonizada, sobre manera, por el mundo de los jóvenes que irrumpen  en el espacio estético de la vida urbana de un modo irreversiblemente irreverente; el eclipse del espacio público que replantea en su raíz la idea de lo político (las nociones de “representación”, “identidad” o “participación”); la transfiguración acelerada del mundo del “trabajo” que pone en escena, no sólo una nueva naturaleza en los modos de producir, sino la aparición de nuevas competencias, equipamientos y dispositivos que remueven la vieja imagen del “trabajador”; la entronización de los procesos de mundialización que replantea un nuevo mapa para la especialidad de los vínculos entre  la gente y un nuevo ritmo para la vivencia de “la realidad”, en fin, la virtualización creciente de todos los tejidos sociales por vía de la implantación de las nuevas tecnologías, son algunos síntomas elocuentes de un cambio epocal que interpela de una manera insoslayable el modelo educativo en el que se fundó la universidad que hemos heredado.

La idea de una crisis del modelo de universidad fundado en la irrupción de la sociedad industrial se refiere esencialmente a esta asincronía entre prácticas, discursos y finalmente sentidos portados en un espacio institucional que surgió  en la época Moderna con perfiles y misiones completamente articulados a la racionalidad de  este modelo de producción de la vida. La tesis que se está sosteniendo es que ese modelo de universidad no puede hacerse cargo de la producción de conocimiento y de la formación de los nuevos actores que pueblan la escena en la “sociedad de la información”. Esa es probablemente la más contundente asimetría que se ha producido con los ritmos y sentidos de la cultura que emerge y la vieja universidad que sobrevive a duras penas.

Todos los intentos de adaptación funcional de estas dos culturas terminan en combinaciones pragmáticas de cortísimo aliento. Variadas han sido las experiencias de recuperación que realiza el viejo cascarón burocrático de la universidad tradicional para “modernizarse” (entendiendo por tal cosa las implantaciones tecnológicas, la actualización curricular y signos parecidos). No hay que subestimar este costoso esfuerzo de adaptación experimentado en todos lados en las últimas décadas. Muchos logros resultan de esta presión internacional por las reformas[1] y en no pocas latitudes encontramos buenas prácticas que han de ser reapropiadas para los nuevos proyectos de refundación de la universidad. Pero  lo que no cabe es la ilusión de una reforma que se coloca empíricamente en el terreno administrativo prescindiendo de las consideraciones estructurales sobre el tipo de sociedad para la que una tal universidad estaría formulada. La vieja universidad no es “adaptable” a la nueva época en cuyo tránsito se han roto todas las centralidades, se desvanecen los viejos mitos, se relativizan las antiguas hegemonías. De allí que las reformas universitarias a las que nos referimos principalmente es la refundación de un espacio que pueda expresar la lógica civilizacional que está en curso, la nueva episteme que emerge, de la nueva realidad cultural que bulle en todos lados.

Al mismo tiempo la universidad tradicional sufre un acelerado proceso de deslegitimación social producido  por una inevitable desconexión de sus prácticas y finalidades institucionales con la dinámica del conjunto de la sociedad emergente. Muy especialmente este hiato se vive de manera  muy tensa en lo que corresponde al compromiso ético de la institución universitaria de cara a los derechos al estudio de amplísimas capas de los sectores pobres de todo el mundo, es decir, la universidad es parte de los engranajes de  exclusión que segregan o marginan a la inmensa mayoría de los habitantes del globo que sobreviven en los rincones de la pobreza. La cuestión candente de la pertinencia que forma parte muy activa de las agendas de discusión en todo el mundo ya no puede remitirse a la vieja coarta de las ”fuerzas vivas” de la nación o a la retórica de “la universidad que forma a los profesionales para el desarrollo”. Con esta cobertura discursiva se escamotearon históricamente los dramas de la exclusión social que han tenido en el campo de la educación –y más específicamente en el ámbito de la educación superior—uno de sus emblemas más lamentables.

Aquel viejo mecanismo de legitimación del mundo académico frente a las élites  dominantes ha entrado en crisis estrepitosa. El binomio “universidad-desarrollo” ya no es capaz de encandilar a la opinión pública, y menos aún, a las amplias capas de la población que ni siquiera se plantean el chance de ingresar algún día a realizar estudios universitarios. En las regiones del Norte industrializado, gracias al relativo funcionamiento del “Estado benefactor”, el aparato universitario pudo dar cobertura a una franja ancha de los sectores medios y bajos de la población. En las regiones del Sur depauperado los sistemas de educación superior han sido históricamente reservados a las élites dominantes y a fracciones de las capas medias privilegiadas. En estos contextos las proclamas de la “justicia” y la “equidad” han sido desde siempre dispositivos retóricos radicalmente desmentidos por los dramas de la pobreza y la exclusión. Los modelos universitarios tradicionales ya no pueden mantenerse con la excusa de “servir al desarrollo nacional” pues en todo los casos se ha tratado de una ideología encubridora enteramente desenmascarada  en los tiempos que corren.

La reforma universitaria de la que se trata es justamente una voluntad de rearticulación con la sociedad que emerge, en un doble sentido: como redefinición de la pertinencia entendida entonces sí como universidad comprometida con el conjunto  de la sociedad y como redefinición de su quehacer interno entendido ahora en clave de los nuevos paradigmas epistemológicos. La clásica discusión del tema de la vinculación de la universidad con su entorno adquiere de este modo una nuevas dimensión: se trata de asumir integralmente el reto de la vinculación social más allá de la vieja idea de la “extensión” universitaria entendida generalmente como “servicio” o como presencia dadivosa de la “academia que sabe” frente al “pueblo ignorante”. Ese modelo de relacionamiento está colapsado.

Pero también la cuestión de la pertinencia  plantea preguntas  --de rebote—a lo que se hace en el mundo académico, es decir,  sobre la naturaleza de la investigación y la enseñanza que definen esencialmente su razón de ser. Como ha sido reiterado, en la estructuración de los saberes, en sus modos de producción, circulación y consumo, se juega el sentido mismo de un nuevo espacio universitario que esté en condiciones de dialogar con los signos de una nueva época. No bastará con la radical transformación del compromiso social de esta institución y su vínculo pertinente  con el entorno. Tampoco bastará por sí misma la vasta remodelación del paisaje epistemológico que refunde  la idea de producción intelectual y formación de la gente. Será menester una conexión inteligente entre estos dos planos: que no se decreta, que no surge de la inercia de las tendencias establecidas, que no será obra de de unos pocos esclarecidos.

La agenda de las reformas universitarias se define como el gran desafío  intelectual y político por reconectar la misión de este espacio singular con los umbrales de otro modo de  producción de conocimiento, con el horizonte ético de una mundialización solidaria que se hace cargo responsablemente de las implicaciones de los modelos de desarrollo tecnológicos, de los impactos ambientales, de la equitativa distribución de los recursos del planeta, de las brechas de la pobreza y la exclusión, de los nuevos requerimientos culturales de una época en transición. Semejante programa no es pensable en los estrechos márgenes de un modelo de reflexividad que hace rato hizo aguas en todas partes. Vano sería pretender encarar la gigantesca tarea de repensar el mundo arrastrando la vieja “caja de herramientas” que apenas permite los ejercicios de sobrevivencia del mundo académico: sin talante crítico, sin fuerza creadora, sin voluntad para comprender la complejidad de lo real, sin vigor ético para desafiar el oscurantismo del pensamiento único.

Una reforma del pensamiento no es pues la cubierta retórica de un discurso que se acomoda a los pequeños retoques de categorías fuera de uso, de paradigmas eclipsados, de modelos de análisis en franca decadencia. Una reforma de la universidad tampoco puede conformarse con los arreglos burocráticos a los que están dispuestos a regaña dientes los funcionarios de turno, los partidos políticos residuales que aún detentan cuotas de poder, los grupos y sectas que controlan pragmáticamente la maquinaria que subyace a los emblemas pomposos del “Alma Mater”. Se trata, al contrario, de encarar resueltamente el doble movimiento de una profunda transfiguración del mapa cognitivo heredado al tiempo que se reformulan en su raíz los modelos curriculares tradicionales, los sistemas de enseñanza, las metodologías de investigación, el lugar de este espacio respecto al entorno socio-cultural, las formas de gobierno y de gestión, las reglas formales que rigen estos sistemas, los nexos orgánicos con la educación como un todo, la formación profesional para mercados laborales radicalmente diferentes, en fin,  la formación ciudadana para un mundo cuyos parámetros axiológicos poco tienen que ver con la vieja sociedad  que va quedando atrás.

La crisis de civilización por la que transitamos en estos tiempos  le agrega un factor de turbulencia muy particular a los atascos ya característicos de los sistemas de educación superior en el mundo. De allí la insistencia en la necesidad de contextualizar la problemática de las reformas universitarias en el marco de esa crisis, haciéndose cargo de todas sus implicaciones, tomando debida nota de lo que ello significa para la tarea mayor de repensar  estos espacios y cómo impacta esta crisis de fundamentos a las distintas esferas del quehacer académico. En ese horizonte ORUS.Int desea contribuir con este debate colocando en escena una visión de esa crisis de civilización y relacionando lo más estrechamente posible todo este análisis con la propia crisis del mundo universitario. Es ese justamente el perfil de una posición intelectual que intenta rebasar el umbral de los gestos testimoniales para integrarse a los esfuerzos de muchísima gente, grupos y tendencias que apuestan al desarrollo de experiencias de transformación de escalas muy variadas: desde modestos cambios en pequeños espacios institucionales, hasta el diseño de universidades completamente nuevas partiendo—casi—desde cero. En toda esta gradación de procesos y experiencias puntuales, una nota distintiva: se trata de conectar en todo momento cualquier agenda particular de reformas con un horizonte estratégico donde aparezca consistentemente (no sólo declarativamente) la cuestión cardinal de la crisis de civilización en donde nos movemos.

3. La reforma universitaria y la crisis de los modelos educativos de la Modernidad.

Cuestiones atinentes a una caracterización de la crisis de los modelos educativos

Parece claro que la civilización Moderna instauró para el espacio de la educación un paradigma propio (en relación con otras épocas históricas y otros requerimientos provenientes de los modos de producción material y simbólica que la humanidad ha conocido). Es en este ámbito donde mejor cristaliza el ideario de  una Ilustración asistida por la impronta del desarrollo industrial. Los grandes referentes de la Modernidad (Razón, Progreso, Historia, Sujeto, Ciencia) encuentran en la escuela un lugar principalísimo para modelar subjetividades, para asegurar el “cemento” de la sociedad, para la producción y reproducción del magma axiológico que garantiza la cohesión de lo social.

Emblemáticamente la Modernidad instaura la educación para la industria, la ciencia y el progreso como los grandes torrentes tecno-económicos que servirán de inspiración a las más variadas ideologías, proyectos nacionales e imaginarios de clases, sectores  y grupos que han desfilado durante estos últimos tres siglos. Con la fuerza de una civilización triunfante (frente a la cultura medieval que ha sido destronada) la sociedad industrial configura durante este largo trayecto un paradigma escolar que servirá de pilar fundamental, no sólo para la preparación de habilidades y destrezas propias de los requerimientos de este modo de producción material, sino para la modelación de las mentalidades que garanticen la funcionalidad del sistema en su conjunto. Este paradigma escolar es probablemente uno de los vectores más expandidos a nivel planetario. No hay país del mundo que no haya dispuesto desde hace ya mucho un aparato escolar que remeda de modo impresionante los mimos parámetros, la mima lógica, el mismo sentido. Este efecto de “universalización” es constitutivo del elan  de una civilización que se afincó históricamente en la centralidad de sus grandes prototipos racionales, incluida la presunción de “superioridad” cultural respecto a cualquier otro modo de vida en el mundo.

La universidad realmente existente es el punto culminante de esta cadena escolar que se enraizó como sentido común en este largo recorrido histórico. Ella no puede ser entendía aisladamente, sin conexión con la lógica  del paradigma educativo de la Modernidad. No obstante la especificidad de este nivel en las variadas experiencias del mundo, su sentido último está fuertemente conectado a la naturaleza del paradigma escolar que le da sustento en el seno de la  racionalidad Moderna. A pesar de la relativa autonomía que posee actualmente el campo de la educación superior en su historia singular y en la particularidad de su dinámica interior, es claro que una transversalidad de valores y significaciones la articula con todo el campo cultural y la conecta de una manera orgánica a los sistemas educativos de países y regiones. Lo que interesa destacar con mayor fuerza es la fuerte dependencia de los modelos universitarios conocidos en este trayecto y los modelos tecno-económicos que han sido característicos de la sociedad industrial a partir del siglo XVIII. Esta articulación originaria le dio el empuje y el soporte durante el apogeo de la Modernidad y también hoy esa  misma conexión la arrastra por la pendiente de la crisis que se hizo parte de todas las esferas de la civilización Moderna.

Las peculiaridades de los problemas que aquejan a los sistemas educativos en el mundo están estudiadas y documentadas. Los especialistas en este campo se consagran de preferencia a los aspectos funcionales que hacen a sus complejas estructuras. Las investigaciones y los debates internacionales sobre el conjunto de la educación en el mundo forman parte hoy de rutinas ampliamente extendidas para el consumo de analistas de todas las latitudes. Pero la crisis a la que hacemos referencia en este análisis no se sitúa sólo—ni principalmente—en el interior  de los avatares de los sistemas de educación superior sino en la relación estructural existente entre la crisis del discurso educativo de la Modernidad y su impacto en los distintos niveles de desempeño de los aparatos universitarios. Es esa relación justamente la que explicaría la inviabilidad de tantos ensayos de reingeniería administrativa y  gimnasia curricular con modestísimos resultados respecto al humus epistémico que está en el fondo y en relación con la arquitectura categorial de los metarrelatos que sirvieron desde siempre como cobertura para justificar esos modelos de universidad.

Como se ha visto, la tesis que se juega en esta esfera del análisis es la existencia de una íntima implicación entre la crisis del gran discurso educativo de la Modernidad y el colapso de los sistemas de educación superior en todos lados. Más allá del modo como en cada contexto se viene sorteando el tremendo impacto de esta crisis, lo que importa subrayar es su naturaleza, su profundidad, sus implicaciones para el destino de la idea tradicional de universidad. En muchos países industrializados la situación permanece relativamente estancada—sin conmociones demasiado escandalosas—gracias a la combinación de un contexto político desmovilizado, una funcionalidad burocrática que satisface los mínimos y una relativa ausencia de alternativas frente a los enormes problemas tantas veces diagnosticados. En los países del Sur la situación tiende a ser más explosiva—dependiendo de la situación socio-política de un país al otro—dada la precariedad institucional que acompañó desde siempre el quehacer universitario, debido a la ultra-politización de todas las luchas en su seno y, sobre manera, a causa de la proverbial dependencia intelectual del mundo académico respecto a los grandes centros hegemónicos de producción de conocimiento. En todos los casos la sensación que transmite esta multiplicidad de expresiones de la crisis universitaria en el mundo es el agotamiento de las modalidades tradicionales de dirección político-académica, la saturación de los remedios tantas veces ensayados, en fin, la caducidad de las miradas con las que las élites han intentado encarar el atascamiento de un espacio institucional  en decadencia.

Por otro lado, es sabido que la función educativa no se agota en las operaciones instruccionales previstas en los tejidos curriculares de todo el sistema escolar. El trabajo de formación atañe también—y en un orden de primera importancia—a la sedimentación de valores, a la inculcación de una determinada carga axiológica (explícita y subrepticia) que termina siendo el magma ideológico-cultural que está portado en redes semióticas esenciales para la reproducción de una determinada lógica societal, para la continuidad de una racionalidad civilizatoria que está en el fondo. Esta maquinaria de sentido opera en todas las prácticas, discursos y aparatos que pueblan las tramas de relaciones sociales. Pero en el ámbito educacional tiene un nicho privilegiado. Altamente legitimado por la recepción positiva que tiene previamente asegurado todo lo que provenga en la envoltura de “educar”, este espacio garantiza desde siempre la introyección de un régimen valorativo provisto de un aura de “universalidad” que a su vez está reafirmado por la proverbial “universalidad” de la ciencia que allí se enseña, de la “verdad” que allí se “busca”, del “bien” que allí se prodiga, de la “belleza” que allí se cultiva, del “Dios” que allí se venera. En este encadenamiento no hay azares. Allí nada es inocente. Los discursos, prácticas y dispositivos funcionan con una  secreta coherencia. El aparato escolar es una amplia caja de resonancia de los sistemas de representación (éticos, cognitivos, estéticos y afectivos) que están en la base de la racionalidad constitutiva de la Modernidad.

La novedad es que esa compleja maquinaria está implosionando desde hace ya bastante tiempo. La crisis no es otra cosa que la desarticulación de este poderoso tinglado: por saturación de las redes de sentido, por agotamiento de los dispositivos, por la creciente incompatibilidad entre la oferta cultural y las expectativas de los nuevos agentes, por la desescolarización de los circuitos de formación[2], por la deriva del régimen axiológico que sirvió de pivote para la formación extra-curricular de los sistemas educacionales durante el largo trayecto de la Modernidad.

En el territorio de las universidades esta operación encubierta demanda mayores niveles de elaboración. Por la naturaleza misma de este espacio no resulta fácil una manipulación ideológica ordinaria. Los conflictos y focos de tensión forman parte de la cotidianidad en la disputa de visiones del mundo, de intereses intelectuales, de sensibilidades políticas. El “currículum oculto” forma parte de los debates naturales en los campos de la ciencias humanas. Ello no quiere decir que el aparto universitario mismo sea un espacio “neutral”. Indica sencillamente que la lógica del poder requiere mecanismos más sofisticados para hacer pasar sus contenidos. De allí la apelación a construcciones “universales” de gran resonancia legitimadora como “la ciencia”, “la búsqueda de la verdad”, “la educación para el desarrollo”, “la formación ciudadana”.

La cuestión es precisamente que ese modelo axiológico ya no funciona con la comodidad de otros tiempos. La crisis de civilización ya mencionada rebota severamente hacia el espacio educativo relativizando al extremo este paquete axiológico, poniendo a la deriva las acariciadas figuras de la “verdad”, el “desarrollo”, los “intereses de la patria”, el “método científico”, el “bien común”, la “democracia representativa”. Los sistemas educativos no pueden funcionar sólo como máquinas de transferencias de saberes. Los enlatados instruccionales no viajan solos. Requieren imperativamente de mapas cognitivos y valóricos para   funcionar (incluso en nombre de la “neutralidad valorativa”). Por ello el atasco de estos sistemas de cara a la nueva realidad que ha emergido y para la cual aquella plataforma educacional no está en condiciones de hacerse cargo.

La educación superior resiente la crisis del discurso educativo de la Modernidad en el doble sentido de un desfasamiento epistemológico irreversible y de una deriva de valores que deslegitima la función política esencial de toda educación: garantizar la reproducción de la lógica del poder instalado. De esa situación no es posible salir maquillando las viejas categorías epistemológicas ni edulcorando los valores desgastados de la Modernidad. Justo allí aparece hoy todo un replanteamiento de las bases epistemológicas de los modos de producción, circulación y consumo del conocimiento al lado de una problematización de la dimensión ética de la sociedad. Es en el camino de otra concepción de la formación como puede reconectarse la agenda de las reformas universitarias con un nuevo horizonte de sentido, con las prácticas y discursos de los nuevos actores que han aparecido irreversiblemente en escena. Es en esa perspectiva que ORUS.Int procura posicionar una idea diferente de la universidad del futuro: como espacio para la construcción de los nuevos tejidos intersubjetivos, como ámbito de una nueva socialidad, como plataforma de los nuevos modos de producción de conocimiento, como lugar de encuentro de nuevas sensibilidades.

4. La reforma universitaria y los paradigmas disciplinarios.

Problemas derivados del agotamiento de las lógicas disciplinarias que están en la base de la organización de saberes.       

La lógica cognitiva que ha imperado en todo el trayecto de la Modernidad significó el establecimiento de una determinada taxonomía epistémica que se instaló férreamente en todo el ámbito de la educación. En el terreno particular de la universidad este paradigma disciplinario fundamentó el mapa curricular de las ciencias (en Facultades, Escuelas, Departamentos, Programas o Carreras) y organizó la distribución de los recursos para la investigación (en Institutos, Centros, Grupos o Proyectos). La enorme cantidad de variantes y modalidades deja intacta la racionalidad de base en la que está anclada esta visión del conocimiento: las ciencias –sus objetos y sus métodos—ocupan unos determinados espacios académicos legitimados a priori por los presupuestos epistemológicos que están allí reposando. Si bien el debate filosófico sobre el conocimiento forma parte de las rutinas de muchos ambientes del mundo universitario, esa discusión nunca puso en cuestión la propia naturaleza del modelo cognitivo donde está montada la propia idea de educación y de universidad. Del tal modo que toda la trayectoria de los sistemas de educación superior en los últimos siglos ha estado cimentada en la lógica disciplinaria que alimenta y justifica el desempeño de las plataformas curriculares típicas de estos espacios.

Una simple ingeniería epistemológica garantizó los repartos territoriales de parcelas bien delimitadas (con sus rituales, sus códigos de identidad, su jerga y sus mandarines) que han sobrevivido cómodamente a lo largo de los últimos tres siglos. Lo que el mundo académico entroniza y legitima con sus procederes científicos es luego ratificado por los gremios   que se reservan el ejercicio profesional en cada parcela por la vía de reglamentaciones[3] y pactos sindicales. Esta perversión funciona desde hace décadas como una “normalidad” que se celebra en las pomposa ceremonias de la burocracia universitaria. Los títulos acreditan habilidades y destrezas para el mercado ocupacional pero sobre todo marcan un territorio protegido por los linderos de los intereses corporativos largamente asentados en las “Facultades” y disciplinas que se reproducen inercialmente en infinitos ejercicios de auto-referencia: “el derecho es la ciencia del derecho”, curiosa tautología que ha servido históricamente como prototipo de demarcación de los feudos (en el fondo más proclives a la administración de cuotas pragmáticas de poder  que a las disputas epistemológicas demasiado exquisitas).

La lógica disciplinaria no es sólo ni principalmente una opción metodológica o un estilo de investigación entre otros. Se trata esencialmente de un modelo cognitivo cuya eficacia consiste en la enorme cantidad de presupuestos epistemológicos—subrepticios—con los que trabaja. Con la inocente figura del “objeto de estudio” y la no menos cándida imagen del “método” (ambos recubiertos por la aureola de la ciencia) se construyeron durante este largo trayecto los cascarones institucionales en cuyo seno se han reproducido legiones de profesionales habilitados para el desempeño laboral y otro tanto de operadores académicos dispuestos a defender ardorosamente el territorio de su disciplina. Es bueno insistir que nos referimos a una lógica subyacente a la propia naturaleza de los paradigmas dominantes  en largo trayecto de la Modernidad y no a una querella interna sobre lo bien o mal fundado de las fronteras de tal o cual disciplina particular. Se trata de poner en evidencia la existencia de una racionalidad que dota de sentido el quehacer cognitivo en el seno de una época histórica y no de la controversia entre escuelas filosóficas que comportan visiones diferentes sobre el conocimiento. El paradigma disciplinario es justamente la expresión condensada de esa racionalidad fundante. Porta en sí mismo unos criterios de demarcación, una cierta legalidad epistémica para validar sus verdades, unos modos de aproximación y de construcción de la realidad (de lo que cada disciplina entenderá por “realidad” en su respectiva parcela).

Esta lógica lleva aparejada una alta propensión a la super-especialización: el conocido síndrome de conocer cada vez más sobre cada vez menos. El prototipo del “especialista” es una figura del desempeño profesional legitimado bajo la presunción de una cierta exclusividad en el dominio de saberes y complejidades técnicas. Más allá de la discusión sobre las condiciones cognitivas de la comprensión  (que inhabilita toda práctica teórica que  no sea capaz de “interconectar todo con todo”) queda claro que el camino del desarrollo disciplinario lleva naturalmente al síndrome de la especialización. La aparición de miles de sub-especializaciones y sub-disciplinas es la consecuencia casi inevitable de un modelo cognitivo instalado cuyos soportes de base no son puestos en discusión.

La universidad realmente existente es la quintaesencia de aquel modelo. Ella garantiza los recorridos curriculares para  que estas prácticas se perpetúen. Con los matices y acentos que son propios de los tipos de universidades y las modalidades de carreras académicas pero con el piso común de un sistema de reglas epistémicas que no forma parte de la agenda de negociación, que se imponen por fuerza del sentido común dominante, que se admiten a priori por la fuerza universalizadota que adquirió en tantos siglos de dominio. La universidad es la residencia natural de la ciencia y sus derivados; de un modelo de ciencia que logró imponerse durante este trayecto con un potente acelerador: su promesa de laicidad al servicio del bien común, su oferta de universalidad contra los particularismos culturales, su alo de iluminación frente al oscurantismo teocrático del que apenas está saliendo en el siglo XVIII. No es poca cosa si se observa con cuidado el contexto socio-político de la época y la impronta cultural que está detrás de siglos de hegemonía implacable del mundo eclesiástico en todos los órdenes de la sociedad. De allí nace una poderosa fuerza legitimadora que dura hasta estos días. Con justicia se diría puesto que esa penosa lucha histórica contra el modelo teocrático del que fue víctima la humanidad durante tanto tiempo fue librada en nombre de la ciencia, de la “Ilustración”, del “Iluminismo”. La deriva histórica de esta idea-fuerza y la persistencia de las tipologías religiosas en estos ámbitos son asuntos de extrema importancia que requerirían otro espacio para su desarrollo y debate. A los fines del presente análisis baste con enfatizar la circunstancia nada desdeñable de la fuerza legitimadora que adquirió tempranamente el quehacer científico y el modo como este prestigio se transfiere con el tiempo al ámbito privilegiado donde ese saber se cultiva: la universidad. Ello explica largamente su status de “sentido común” instalado, es decir, asunto que no merece ser discutido porque es evidente por sí mismo. Las ideas, creencias y convicciones que logran adquirir esta preeminencia en una cultura determinada son a la larga las representaciones más difíciles de cambiar. La universidad que conocemos lleva esta impronta muy hondamente incrustada en su médula constitutiva. Una reforma universitaria que pone en primer plano justamente ese  humus fundacional como problema central a ser debatido choca inevitablemente con la fuerza inercial de una cultura, con los hábitos que han justificado prácticas y discursos durante siglos.

Es en este punto preciso donde ORUS.Int ha formulado un planteamiento de fondo que hace a su propia mirada sobre los problemas actuales de la universidad: sin una crítica epistemológica a la lógica disciplinaria que está en la base de los modelos de enseñanza prevalecientes no hay manera de salir del impasse histórico en el que hoy nos encontramos. Esa crítica epistemológica no tiene un único camino ni está monopolizada por un solo foco intelectual. Al contrario, allí confluyen movimientos y tendencias teóricas que concuerdan puntualmente en la necesidad de un cuestionamiento de fondo a la naturaleza misma del paradigma disciplinario que funda la tipología de universidad que hemos heredado. Con esa sintonía de base cada tendencia desarrolla a su manera la aproximación crítica al modelo epistémico en el que se justifica la arquitectura académica de la universidad Moderna.

Conviven allí diferentes matices que incluyen las propuestas “interdisciplinarias” y “multidisciplinarias” que de algún modo reconocen los límites del paradigma anterior y se esfuerzan por superar los atascos teóricos y metodológicos que son propios de la crisis tantas veces diagnosticada en todos lados. Estos esfuerzos han producido aportes valiosos, tanto al conocimiento en distintas  áreas, como a la innovación curricular en diferentes campos (ello es notorio, por ejemplo, en la emergencia de los “Estudios Culturales”, en los estudios ambientales y de género, en los estudios urbanos o las recomposiciones de las “Ciencias de la salud”, “Ciencias de la comunicación” y similares). No obstante, se observa un rápido agotamiento de la motivación inicial para impugnar las lógicas disciplinarias instaladas; en parte porque en el fondo no se ha asumido en propiedad una puesta entre paréntesis del basamento cognitivo que sirve de sostén a todo este andamiaje, en parte también porque la reunión de disciplinas, la cooperación entre ellas (incluso una cierta interpenetración como la “socio-biología”, por ejemplo) no supone necesariamente una ruptura epistemológica con las matrices propiamente disciplinarias que están por detrás.

El balance a la postre ha sido la reproducción—ampliada—de los nudos de fondo que estaban en el punto de partida. Los equipos multidisciplinarios pueden ser muy útiles en el terreno de la gestión de la investigación pues permiten racionalizar recursos, facilita la cooperación (que no es obvia aún cuando se habite el mismo campus universitario) y permite integrar conocimientos y experiencias habitualmente desmembradas. Pero en el terreno propiamente epistemológico las cosas avanzan muy poco. Los enfoques permanecen anclados en la misma línea de partida. Los métodos van al encuentro de otras aproximaciones pero son los mismos métodos. Las nociones, conceptos y categorías muestran disposición al diálogo pero en tanto herramientas de tal o cual disciplina.

Los diseños curriculares inspirados en estos enfoques muestran el mismo itinerario: una voluntad de innovación muy loable (las “nuevas profesiones”, por ejemplo) pero en tanto contribución entre disciplinas, es decir, prescindiendo de antemano de cualquier consideración crítica respecto al estatuto epistemológico de la lógica disciplinaria que está por detrás. Lo que resulta de esta cooperación –cuando en verdad funciona—es una ampliación de los problemas que arrastra en su base cada disciplina que se dispone a asociarse (al desarrollo de una investigación, al trabajo de consultoría, a la labor docente o la gestión académica). El reconocimiento que se ha hecho en el origen de una severa limitación de las disciplinas para comprender la realidad se ha reducido a la razonable disposición de colaborar entre ellas. Disposición que es a todas luces positiva habida cuenta del proverbial parcelamiento de que es víctima la organización académica de las universidades tradicionales. Pero es preciso insistir en el hecho fundamental de una notable ausencia de voluntad intelectual para encarar la tarea mayor de repensar el estatuto epistemológico de estas disciplinas, es decir, su lógica interior, la episteme en la que se fundan, el modelo cognitivo que las sustentan, la racionalidad epocal que dota de sentido su desempeño, su reconocimiento social, su justificación histórica.

Las reformas universitarias en las que estamos empeñados aluden en lugar preferente a estos vectores. Sin esos elementos en la agenda los esfuerzos de transformación sucumben en los arreglos administrativos y los acomodos funcionales. Es preciso ganar a los sectores críticos que se mueven en una onda transformadora, que han dado el paso adelante de reconocer los límites de las disciplinas, a sostener hasta  el final una línea coherente en lo que respecta a la indagación de las causas profundas de aquellas limitaciones. A desembarazarse de la ingenuidad epistemológica de la “madre ciencia” y disolver las lealtades profesionales que reproducen un automatismo del espíritu de cara a las grandes preguntas que están en la base de la crisis de paradigma que gobierna este tránsito epocal. Hay allí coincidencias importantes que cultivar y diferencias de monta que deben ser adecuadamente procesadas. Ambas son inseparables en los procesos concretos de transformación universitaria. Por ello el camino apropiado es hacer visibles los planteamientos que animan a las corrientes en escena, explicitar hasta sus últimas consecuencias el contenido de las proposiciones teóricas en debate, interpelar las distintas visiones desde un lugar de observación que no se pretende hegemónico.

5. La reforma universitaria de cara a la emergencia de los paradigmas de la complejidad y la transdisciplina.

Problemas relacionados con los requerimientos epistemológicos de una reforma del pensamiento.     

La crisis de paradigmas de la que hemos estado hablando en páginas anteriores y  su expresión particular en el campo de la lógica disciplinaria que hemos analizado en el apartado que antecede son los ingredientes básicos para comprender el talante de la visión transdisciplinaria que se constituye en pivote fundamental en una nueva concepción del conocimiento, concepción ésta que impacta directamente las orientaciones teóricas sobre la universidad y alimenta de un modo decisivo las orientaciones estratégicas sobre las reformas universitarias.

Esta mirada transdisciplnaria intenta demarcarse de los planteamientos ya analizados de la “interdisciplina” y la “multidisciplina”. No por un propósito de demarcación nominal que identificaría una corriente de pensamiento sino por la razón de fondo de postular otra lógica para la organización de los saberes, una nueva racionalidad para fundamentar las prácticas teóricas, una nueva episteme de cara al tránsito epocal en el que nos encontramos. Esta óptica se caracteriza en el punto de partida como crítica epistemológica a la lógica disciplinaria que está en la base del modo Moderno de producción de conocimiento. Por ello mismo, como distanciamiento frente a todas las formas de cientificismo que le son inherentes. De allí la importancia de no confundir esta orientación epistemológica con las denominaciones “interdisciplinarias” o “multidisciplinarias”.

Un paradigma transdisciplinario no es una “metodología” instrumentalmente aplicada por “usuarios” ávidos de una receta para resolver pequeños problemas de contabilidad en sus proyectos de investigación. Se trata en verdad de una torsión severa  del enfoque sobre la realidad y el conocimiento. Por  ello es apropiado plantearlo como nuevo paradigma, es decir, como conjunto de presupuestos epistemológicos que marcan el sentido y la operancia de otro modo de pensar. Todo ello en el marco de una completa transfiguración de la episteme Moderna  que se inscribe en los cambios epocales de los que debe hacerse cargo una perspectiva epistemológica en estos tiempos.

Un paradigma transdisciplinario replantea en su raíz la lógica de los espacios del conocimiento, sus fronteras, sus modos de abordaje, sus “objetos” y su racionalidad. Se trata de un atravesamiento de prácticas y discursos, es decir,  una reapropiación de acerbos y repertorios que pueden reintegrarse en otra lógica de los saberes. Esta radical transversalidad se atiene a otros criterios de consistencia, a otros parámetros de pertinencia. No quiere ello decir que “todo vale”. Sí quiere indicar con claridad que los protocolos y legalidades cognitivas del viejo paradigma ya no funcionan en este nuevo espacio. Se trata de inaugurar una nueva episteme, es decir, nuevas reglas de juego para la producción, circulación y recepción del conocimiento. Esta perspectiva supone un nuevo repertorio de nociones, conceptos y categorías a tono con la racionalidad que irrumpe, en concordancia con el tono civilizacional que opera como horizonte de sentido. Es allí justamente donde debe insertarse  la orientación transdisciplinaria: como sensibilidad intelectual, como mirada de los nuevos campos, como diálogo de saberes, como recomprensión de la propia idea de “realidad”, como práctica y discurso de los nuevos actores.

Este paradigma transdisciplinario tiene enormes consecuencias de cara a una nueva concepción de la universidad. No sólo en el ámbito fundamental de lo que se investiga y cómo se investiga, sino en todo lo tocante al mapa epistémico que ha de justificar una nueva organización de los saberes, otra lógica de sus relaciones, otra manera de entender los procesos de formación, una forma diferente de gestionar el conocimiento, nuevos modelos de gobernanza.

Ello explica suficientemente por qué ORUS.Int ha hecho suyo este enfoque esencial en la discusión de la agenda de las reformas universitarias. Se juega allí demasiado en lo que concierne al chance de  poner en movimiento lógicas verdaderamente transformadoras. No porque se pretenda reducir toda la problemática a este solo aspecto, sino por entender que en la postulación de un paradigma transdisciplinario se encarna uno de los vectores primordiales del perfil de la universidad que viene. Desde luego, a condición de asumir esta orientación epistemológica en todo lo que tiene de distancia crítica con el status quo reinante en el mundo académico y en toda su potencialidad como repertorio de nuevos presupuestos sobre el conocimiento y los procesos de formación en los estos nuevos tiempos.

Otro tanto toca a la impronta de la complejidad como estremecimiento de los nichos intelectuales que han prevalecido durante siglos normalizando la lógica de la simplicidad en los hábitos mentales, en las operaciones cognitivas, en los modos de pensar. Este paradigma de la simplicidad puede ser visto en cierta forma como una lenta degradación de la potencia crítica de la episteme Moderna, como declinación  de la fuerza constructiva que se observó en los siglos triunfantes de la Modernidad. La inercia y las rutinas de los aparatos culturales hicieron el resto. El resultado más escandaloso de este sentido común dominante es la caricatura del pensamiento único que emblematiza hasta qué grado puede ser devaluada toda la riqueza de los procesos reales bajo el amparo de la radical trivialización de la sub-cultura massmediática  y la patética decadencia de la cultura académica.

El mundo universitario se hizo parte de este magma cultural. El paradigma de la simplicidad hace mucho se instaló en todo su quehacer. La crisis de la cultura académica no sólo es el evidente agotamiento de un modelo educativo para encarar los grandes asuntos de la época contemporánea, sino el clima de mediocridad generalizado que se instaló en estos predios como fenómeno normalizado, el desvanecimiento de la voluntad intelectual por la deriva de cualquier apelación a una ética del conocimiento,  la disolución de los criterios para demandar rigor teórico, competencias intelectuales, creatividad y espíritu crítico. Estas elementales condiciones que han de darse por sabidas en cualquier espacio universitario fueron languideciendo hasta desdibujarse casi por completo en los tiempos que corren. Nada que extrañarse entonces porque la lógica del pensamiento único haga de las suyas en estos ambientes. Que el paradigma de la simplicidad se haya hecho parte de estos entramados institucionales luce así más que comprensible.

Es allí justamente donde cobra su valor más trascendente una recuperación crítica de la complejidad como condición constitutiva de los procesos reales y como presupuesto paradigmático que intenta hacerse cargo de esos procesos. La metáfora de un “pensamiento complejo” lo que pone en juego es precisamente esta fuerza crítica frente al paradigma de la simplicidad y sus secuelas en la vida intelectual de la universidad y la sociedad toda. No se trata de una postulación externa a los procesos mismos. El asunto es más bien una recuperación de las condiciones  constitutivas de la producción de conocimiento que fueron anuladas históricamente por la progresiva degradación de un modelo cognitivo, de un modo de pensar.

Recuperar un paradigma de la complejidad para la agenda de las reformas universitarias constituye para ORUS.Int un lineamiento estratégico de enormes repercusiones en el orden teórico, en el direccionamiento de las experiencias, en la interpelación intelectual de los distintos enfoques que están planteándose la cuestión de la transformación de los sistemas de educación superior. Se trata en efecto de una plataforma epistémica que interviene todas las esferas del quehacer universitario. Implica el abandono de viejas categorías y dispositivos intelectuales y la creación de nuevos instrumentos, de nuevos saberes, de nuevos campos. No se trata pues de una denominación retórica para rentabilizar tal o cual postura en la controversia o una decoración vistosa para los buenos modales académicos. El asunto es, por el contrario, la asunción plena de un componente sustantivo de otro modo de pensar, es decir, la demarcación de un contenido enteramente diferente en el terreno de los presupuestos epistemológicos, en el campo de los repertorios de nociones, conceptos y categorías, en el ámbito de las estrategias  Metódicas y metodológicas, en la esfera de una nueva concepción de la formación, en fin, en el núcleo central de otra idea de la universidad.

Como puede apreciarse, complejidad y transdisciplina forman parte de una matriz epistemológica mayor que se expresa en la figura de la nueva episteme que está emergiendo del cambio civilizacional en curso. Es de esa envergadura la reforma de la que se trata. Ella no se encapsula sólo en los predios del campus académico por que está abierto un gigantesco proceso de mutación cultural a escala planetaria que impacta en todas las direcciones. La universidad que está irrupcionando de este movimiento profundo tiene mucho de los contenidos de este tránsito epocal. Las reformas que están en agenda son justamente  mutaciones de ese talante, lo mismo en el terreno de los diseños internos de lo que ha de ser un nuevo espacio universitario, que en el conjunto de la sociedad que está ella también en trance de mutar.

Al interior del mundo universitario realmente existente esta orientación epistemológica implica una profunda revisión de los criterios de base  con los que han sido pensados los mapas disciplinarios que gobiernan la taxonomía de “carreras” a la que se reduce casi toda la energía de estos aparatos institucionales. Desde esta nueva perspectiva se impone un diferente rumbo en la organización de los saberes—viejos y nuevos—que están recogidos en materias, asignaturas y modalidades curriculares diversas. No se trata ahora de tematizar la cuestión de la transdisciplina y complejidad como cargas curriculares adicionales de los pensa de estudio. Tampoco de incrustar aquí y allá una amable referencia bibliográfica de los autores consagrados en estos campos para fingir un aire de actualidad intelectual. Que se investigue y discuta directamente sobre las categorías de transdisciplina y complejidad en el mundo académico es una cuestión natural que va de suyo. Lo importante es más bien que la arquitectura epistemológica toda esté pensada en esta clave; que las modalidades de circulación curricular de los usuarios respondan a esta concepción; que la labor de producción de conocimiento, de formación y de vinculación social se conciban bajo esta mirada, en fin, que el imaginario de “la universidad que queremos” pueda ser fecundado a partir de una visión de este temple. El uso instrumental de estas categorías (a título de “metodología transdisciplinaria” y cosas parecidas) corresponde a las carencias propias de una coyuntura en la que los arsenales paradigmáticos se han quedado vacíos. Son fenómenos pasajeros alentados por la inmensa demanda de soluciones y soportes que ya no se encuentran en las fórmulas tradicionales de los consabidos manuales de metodología. Pasado el típico efecto de las modas intelectuales va quedando el espesor sustantivo de esas formulaciones epistemológicas con las que será muy provechoso encarar la agenda de las reformas universitarias.

6. La universidad impactada por la mundialización.

Cuestiones atinentes a las implicaciones de los nuevos mercados del conocimiento.

Uno de los fenómenos más cargados de implicaciones de los que rodean la coyuntura actual de la vida universitaria es seguramente el expansivo proceso de planetarización que toca  de modo irreversible todos los modos de producción de la vida material y simbólica de los pueblos. Sea que se le mire en la órbita de la ideología oficial como “globalización”, sea que se interprete críticamente como mundialización. Este proceso invasivo se proyecta de modo mucho más visible en las esferas de la economía, las comunicaciones y las interconexiones internacionales. En particular en todo el torrente de flujos culturales facilitados enormemente por la creciente implantación de las conocidas tecnologías de la información y la comunicación. La circulación de información y conocimientos es no sólo un fenómeno de proporciones incalculables sino un factor clave de remodelación de prácticas, hábitos y mentalidades. Se entiende que aquellos ambientes que se caracterizan justamente por el trabajo sobre la información, los conocimientos y los saberes están especialmente expuestos al poderoso impacto de esta  nueva dinámica mundial. Es el caso evidente de los sistemas educativos, los sistemas de ciencia y tecnología, los aparatos mediáticos, y muy especialmente, los sistemas educación superior.

Desde hace ya varios años esta temática ocupa el interés de investigadores, agencias, gobiernos y las mismas universidades. El debate ha ido dejando un saldo positivo en lo que respecta a la producción de diagnósticos y la confrontación de interpretaciones[4]. Esta discusión arrastra visiones e intereses particularmente problemáticos a la hora de buscar zonas de confluencia o puntos en común. Salvo el reconocimiento genérico del carácter “universalizante” de la expansión tecnológica en el globo terráqueo, todo el resto forma parte de una agenda  muy controversial. En cierto modo la contraposición entre globalización y mundialización es ya, de entrada, una toma de posición que acarrea de inmediato un sin número de implicaciones teóricas y políticas.

En la lógica de los apologetas de la globalización la expansión irrestricta de los mercados es la clave de todo el proceso. En términos reales el asunto se reduce a una presencia y control de las economías del mundo por parte de aquellos centros hegemónicos que detentan el poder financiero-tecnológico-militar para  hacerlo. Todo lo demás es pura  ideología. La experiencia indica de modo brutal que la globalización es una lógica de poder Norte-Sur, fundada inequívocamente en una voluntad de dominio, posibilitada por las plataformas tecno-económicas de los países altamente industrializados. A partir de allí vienen los matices y las variantes. Pero en el entendido de que estamos en presencia de una macro-racionalidad que no depende de los devaneos de este o aquel gobernante, ni de las buenas o malas intenciones de las grandes corporaciones transnacionales.

En el marco de esa lógica global las universidades son vistas—una vez más—como jugosos negocios que deben acoplarse a las reglas del mercado de conocimiento y de  títulos. Toda la estrategia de las élites transnacionales en estos últimos año ha consistido  en desbloquear el marco regulatorio que estorba todavía la presencia masiva de las empresas de educación superior en todo el mundo. Ha habido hasta ahora muchas resistencias. Tanto por la vía de la educación virtual, como en las modalidades presenciales,  las multinacionales de la educación superior pujan por expandirse. El logro más notable en esta estrategia global es calificar en la OMC los títulos universitarios como mercancías. Este  pequeño detalle emblematiza el punto culminante de un proceso de “desnacionalización” creciente del espacio universitario mediante la monopolización de los grandes negociantes de títulos profesionales.

El desarrollo “natural” de esta lógica globalizadora  permite presagiar un mapa mundial en este sector comparable a las concentraciones y disputas corporativas de cualquier  otro ramo de la economía como la automotriz o la farmacéutica.  Si se coronara hipotéticamente un completo proceso de mercantilización de la educación superior—bajo la coartada de la “libre circulación de los conocimientos”—el panorama sería seguramente algo parecido a la “Mcdonaldización” de las universidades en el mundo. ¿Es este proceso inevitable?

Justamente del otro lado de las sensibilidades intelectuales se forja una visión solidaria de la mundialización que representa de entrada una postura crítica contra toda hegemonía, contra las formas encubiertas de neocolonialismo, contra la hipocresía del “libre mercado”, y sobre manera, contra todo intento de convertir la educación en una mercancía. En este horizonte se nuclea en la actualidad un amplio espectro de tendencias críticas que han hecho causa común la lucha mundial por la diversidad cultural[5], entendiendo por tal no sólo los campos tradicionales de la cultura, sino los saberes populares alternativos, las patrimonios científico-técnicos y los sistemas de educación superior (estos últimos muy apetecidos por las empresas transnacionales de títulos).

Los  procesos de mundialización entendidos como encuentro de civilizaciones y como diálogo de saberes ofrecen una clara oportunidad para potenciar los acerbos cognoscitivos de los pueblos, para enriquecer sus patrimonios de saberes, para fecundar con la transferencia de las mejores prácticas la multiplicidad de experiencias que están portadas en la inmensa variedad de universidades en el mundo.  Es allí donde se inserta coherentemente un planteamiento estratégico sobre las reformas universitarias enmarcado en este espíritu solidario de una mundialización contra-hegemónica. ORUS.Int ha hecho suyo este planteamiento central convirtiéndolo en un elemento vital de sus programas y propuestas. En el entendido de que en este campo persisten los matices y diferenciaciones. No es posible una sola visión respecto al complejo asunto de la mundialización. Tampoco una sola mirada en relación a la “universidad-mundo” (Edgar Morin) que tenemos por delante. Ese debate permanece abierto. Es mucho lo que se ha avanzado en la última década de cara al examen de los nexos entre mundialización y reforma de la universidad. Son muchos los aportes que provienen de debates y experiencias en todas partes del globo. El esfuerzo de ORUS.Int por poner en convergencia esta inmensa diversidad es parte de los retos del presente. En ello está en juego no sólo un espíritu  de acercamiento y de diálogo—que cuenta mucho—sino una tesis sustantiva que hace a la dialéctica entre lo local y lo mundial, a la desterritorialización que a su vez reivindica al terruño, la asunción de esta tensión entre la experiencia intersticial y el talante cosmopolita que evita toda recaída  en un aldeanismo decimonónico.

La visión un tanto idílica de las “comunidades de conocimiento” puede encontrar un basamento sociológicamente bien fundado  en un contexto de mundialización definido justamente  a contrapelo  de las “leyes del mercado”, de la lógica de los intereses crematísticos, más allá de los imperativos de las rivalidades neocorporativas. La agenda de las reformas universitarias encontraría en este talante mundializador así pensado una poderosa palanca para propulsar los cambios que tantos atascos deben sortear en la dinámica ordinaria de cada universidad en solitario. Todo el arsenal analítico acumulado en campos novedosos como gestión del conocimiento está a disposición de una óptica académica de nuevo tipo. Ello está enormemente posibilitado en la actualidad gracias a las plataformas tecnológicas en uso. Este potencial transformador puede jugar su rol emancipador sólo a condición de un profundo cambio de sentido en el modelo de globalización imperante. No habrá nueva universidad en la continuidad funcional de ese modelo. No habrá reforma que valga la pena si nos resignamos a ejercicios de reingeniería en el seno de una misma racionalidad.

Sabemos que la  planetarización  de todas las relaciones sociales es  una tendencia que ha adquirido el status de un imperativo estructural de los contenidos de todo cuanto el hombre piensa y hace en este tránsito epocal. Nada indica que en un futuro razonablemente manejable esta tendencia desaparecerá. Por el contrario, todos los indicios van en la dirección de un mayor reforzamiento de este curso histórico. Como se ha visto, ello puede presagiar el agravamiento de las lacras que arrastra inexorablemente la lógica globalizadora. Pero también puede deparar—aún cuando sea utópicamente—el chance de la construcción de esa “sociedad-mundo” que emblematiza la aspiración de miles de millones de habitantes del planeta. Esos caminos no son indiferentes. Si bien las opciones son muy restringidas, y en muchos sentidos no pareciera haber elección, la lucha de los pueblos por una mundialización contra-hegemónica no es un divertimento intelectual ni un simple testimonio existencial. La apuesta ético-intelectual que está allí fuertemente involucrada es parte consustancial del talante y la sensibilidad de las luchas por las reformas universitarias. Para ello no hace falta suscribir plataformas partidarias ni enarbolar banderas ideológicas al estilo del “Mayo francés” o de las legendarias revueltas estudiantiles que embochincharon el mundo durante décadas. Se trata—aquí y ahora—de recuperar un espacio en el que  la crítica epistemológica, el compromiso ético-político y la experiencia de transformación (dentro y fuera de la universidad) encuentren la sintonía suficiente, no sólo para hacerse consistentes y sostenibles en el tiempo, sino también para transformarse en fuerza emancipatoria, en pulsión que anima la voluntad transformadora, en palanca que moviliza las energías libertarias…el verdadero torrente que puede hacer realidad el sueño de otro modo de vivir, de otro modo de pensar, de otro modo de formarse. De eso se trata.

7. La reforma universitaria y las nuevas dinámicas del trabajo y las profesiones.

Cuestiones relacionadas con las transformaciones que las nuevas tecnologías provocan en el mundo de los desempeños laborales.

Asistimos hoy a una generalizada incertidumbre en relación al funcionamiento de viejas instituciones que han modelado de una manera muy contundente todos los paisajes de la sociedad Moderna. Nos referimos en singular al rol del aparato escolar de cara al mundo del trabajo, sus modulaciones y derivas en todo el trayecto de esplendor y decadencia de la Modernidad. Se trata de explorar el impacto que suscita en esas esferas los procesos de crisis de un modelo civilizatorio en el que las categorías de "trabajo", "educación" y "profesiones" se articularon merced a un encadenamiento racional que resultaba extremadamente coherente con los grandes dispositivos que están en la base del gran proyecto de la Modernidad: Sujeto, Historia, Razón, Progreso, Orden, Ciencia.

La suposición que está en el punto de partida  es que nos encontramos en el corazón de un estremecimiento de los núcleos duros de la civilización Moderna. Este proceso se manifiesta en todos los campos del quehacer humano, se vive en la experiencia cotidiana, atraviesa las prácticas y discursos de todos los actores. Si bien el interés momentáneo de este análisis está centrado en la trilogía del trabajo-educación-profesiones, resulta obvio que las grandes tendencias recorren al conjunto de una época histórica, y por ello mismo, sus expresiones trasiegan los espacios acotados, las categorías analíticas y las fronteras entre fenómenos. Quiere ello decir que buena parte del repertorio disponible para el análisis de la crisis de la Modernidad tomará cuerpo en el manejo específico del ámbito del trabajo (donde se han cimentado sintéticamente los contenidos más potentes del humus de la sociedad capitalista), de la dimensión de la escuela (que evoca con razón el espacio privilegiado donde se reproducen sin cesar las racionalidades fundantes de la Modernidad) y el mundo de las profesiones (que cristaliza el estado terminal, no sólo del desarrollo personal prescrito es este modelo, sino de la fisonomía organizacional que ha desfilado en todo este trayecto). Se trata pues de trazar un horizonte previsible para el esta época de transición en donde las categorías de "trabajo", "escuela" y "profesión" han quedado enteramente deconstruidas.

 

Lo que hasta hace algunos años parecía una travesura intelectual con el uso de expresiones como "fin del trabajo", "fin de la historia", "muerte del Sujeto" y similares, se torna ahora una constatación periodística que no escandaliza demasiado. Como muchos otros síntomas de la evaporación de las relaciones sociales, en el mundo laboral  hace tiempo ya que han aparecido las señales claras de una transformación que toca la raíz misma de la idea de "trabajo", tal como la hemos arrastrado en el largo trayecto de estos tres siglos de Modernidad: sea como visión ontológica que coloca en el "trabajo" el eje de la propia "naturaleza humana", sea en la visión historicista que hace del "trabajo" el vector que modela los diferentes estadios de la evolución de la humanidad, sea en la visión ético­-teológica que hace del "trabajo" una suerte de destinación para la que los rituales religiosos han sido diseñados aquí en la tierra.

 

Interesa en este  explorar singularmente el impacto que está suponiendo la entrada a la "sociedad del conocimiento" de cara a las prácticas alrededor de las cuales se organizó buena parte de la vida social en el pasado. Lo que está en el fondo es la sospecha de que asistimos efectivamente a una transfiguración de la naturaleza misma del concepto de trabajo que no puede ser capturada a partir de las categorías tradicionales de una "sociología del trabajo" o de las visiones gerencialistas que se contentan con remedios de "reingeniería".

 

La idea-fuerza que motoriza esta reflexión es la caducidad de una visión fundada en el intercambio de energía del cuerpo humano con los procesos de intervención material sobre los "objetos". Esta idea recorre una larga travesía histórica que va desde la prótesis de la mano utilizada por las sociedades recolectoras hasta la invención de la "máquina" que marcará emblemáticamente el "triunfo" del progreso sobre la naturaleza en la sociedad industrial. Asistimos hoy a un descentramiento del trabajo como relación corporal con la máquina para adentrarnos cada vez más a una sustitución de la acción física del cuerpo por una relación virtual de la inteligencia con las redes de conocimiento involucradas en estos procesos. Es esa la verdadera revolución que descoloca toda una armazón conceptual configurada durante siglos alrededor de la idea de "trabajo".

 

Esta deriva de la idea de trabajo no ocurre en solitario. Es evidente que el trasfondo que suministra las claves de inteligibilidad de este fenómeno se encuentra en la crisis de la Modernidad como época, como episteme, como matriz de los grandes relatos (Historia, Progreso, Sujeto, Razón, Proyecto). Es en ese núcleo duro de una lógica civilizacional que se derrumba donde debemos situar la deriva del concepto de "trabajo" y toda la constelación de nociones que funcionan articuladas al mundo de los desempeños productivos.

 

Una desembocadura natural del modo como evolucionó históricamente la sociedad industrial que se despliega a partir del siglo XVIII es justamente el concepto de las "profesiones". La división técnica del trabajo (como subproducto de la división social del trabajo) supuso un largo proceso de especificación laboral en donde las habilidades y destrezas para el desempeño en el tejido industrial que se forjaba definió claramente los perfiles de las personas, los modos como éstas se organizaban -dentro y fuera de la empresa-y las infinitas modalidades de circulación en los complejos mercados profesionales que se fueron consolidando.

 

Esa correlación funcional entre "profesión" y "puesto de trabajo" se fue desdibujando en la misma medida en que se modificó radicalmente el modo de producir del capitalismo típico dando paso a la "sociedad post-capitalista". No se trata sólo de una hiato dramático entre la fuerza de trabajo y los empleos efectivos (brecha que ha dado lugar a toda una línea de reflexión sobre la temática del empleo mucho más allá de los análisis económicos convencionales), sino del cambio de naturaleza que se ha introducido con la puesta en escena de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, es decir, la transfiguración completa de la vieja idea de "producción" tal como fue vivida y pensada en todo el trayecto de la Modernidad gracias al despliegue de una plataforma tecnológica que introduce una nueva lógica en la relación trabajador-producto.

 

El modo como impacta este proceso a las "profesiones", entendidas como mecanismo de calificación de la fuerza de trabajo respecto a un mercado laboral supuesto, es sencillamente dramático: sea porque desquicia la relación estable y confiable entre una profesión adquirida y un empleo relativamente asegurado; sea porque rompe el sentido atribuido a la adquisición de un conjunto de destrezas técnicas y su relativa impertinencia para acoplarse con los modos de hacer de un mundo en proceso de virtualización.

 

Por el lado de la "formación" las cosas no van mejor. Lo dicho para el polo del "trabajo" y las "profesiones" se devuelve de inmediato hacia el lugar consagrado a garantizar la certificación de las habilidades y destrezas que cada "profesión" supone. El aparato escolar como un todo se pone en tensión. Las agencias de titularización entran en crisis. La "formación profesional" se vuelve infuncional respecto a las demandas del mercado ocupacional. Los modelos de administración de carreras (típico esquema al que han sido reducidas las universidades en el mundo) entran en turbulencia por la severa dificultad para asegurar el ritmo de transformaciones que supondría el acoplamiento de los tiempos de esa "formación profesional" y los tiempos del desempeño en los ambientes de trabajo caracterizados básicamente por la gestión del conocimiento. Esta asincronía se ha vuelto dilemática para los sistemas de Educación Superior en todo el globo. En América Latina es éste quizás el núcleo más complejo de una agenda de reforma de la universidad que se concibe de cara a las exigencias del nuevo mercado ocupacional. Ello habla claramente de una crisis estructural donde la producción de conocimientos, el debate de ideas, la modelación de ciudadanía, han dado paso a una modalidad educativa reducida a la administración curricular.

 

La ruptura de las viejas cadenas identitarias (tanto las agencias más socorridas de la cohesión social como familia, grupo, patria, partido, proyecto; como su articulación en los mega-relatos del "progreso", de la historia repleta de sentido) constituyen el telón de fondo desde el cual debe ser leído el proceso específico de disolución y atascamiento del triedro conformado por los sistemas educativos, las lógicas profesionales y los mercados laborales. Todos ellos en turbulencia severa, atravesados por profundas transformaciones y en abierta redefinición de sus antiguas funciones totalizadoras respecto al conjunto de la sociedad.

 

La crisis de la Educación Superior  involucra también a los sectores empresariales que desde hace muchos años entraron al negocio de la titularización, controlando la mitad de este próspero mercado en  casi todo el mundo. La adaptación a las nuevas realidades no es cosa que se decrete. Bajo el supuesto de que este sector tiene intereses objetivos en funcionalizar la oferta y demanda de profesiones podría esperarse que allí se experimentaran los cambios de paradigmas que son evocados tan consensualmente en todas las esferas. La realidad indica que las dificultades para producir cambios significativos persisten. La velocidad de esos cambios es notoriamente lenta. Las innovaciones observables en los portafolios de las "nuevas profesiones" son muy tímidas si se les evalúa de cara a la envergadura de los cambios globales.

 

Pero además parece obvio que la terciarización creciente de la economía coloca al mercado ocupacional mucho más allá del tradicional mundo de los negocios. El entramado organizacional que resulta de este complejo proceso refuerza la presión hacia las agencias de titularización (los  sistemas universitarios convencionales), al tiempo que replantea las condiciones intersubjetivas de los desempeños, la legitimidad de las competencias, las modalidades de su incorporación personal y su socialización.

 

El camino de las "universidades corporativas" aparece como un paliativo en una coyuntura en la que no parece haber garantía de una adaptación rápida de los sistemas de Educación Superior al nuevo paradigma de los desempeños preformativos que caracterizan al mundo actual. La multiplicación de este modelo en los últimos años habla claramente de una tendencia que podría expandirse más agresivamente a no ser por los enormes costos allí involucrados. Como se sabe, en el largo trayecto de la Modernidad el Estado asumió la tarea de "preparar la máquina para el trabajo": esa es la verdadera esencia de los aparatos escolares (así como la misión real de los sistemas medicalizados es "reparar la máquina para el trabajo"). Transferir esta tarea a los empresarios es un asunto demasiado serio como para asumirlo alegremente. Pero en el ámbito de los grandes conglomerados empresariales la modalidad de "universidad corporativa" ha aparecido como una solución rápida a los atascos de los sistemas universitarios (públicos y privados). No está claro si esta tendencia es sostenible en el largo plazo o si sería previsible su expansión en el tejido económico mundial. De momento aparece como una manera de enfrentar la crisis apuntada más arriba en la que el trípode de la educación, el trabajo y las profesiones parece haber entrado en un proceso de implosión irreversible.

 

No se trata sólo de esquemas remediales asumidos por las grandes corporaciones para "adiestrar" una fuerza de trabajo descalificada (modalidad que funcionó durante décadas sin "competir" realmente con los subsistemas de formación técnica administrados por los Estados y los sectores privados) La cuestión es ahora la asunción plena de la formación universitaria por parte de esas grandes empresas en un claro reconocimiento, no sólo de su capacidad interna para generar este tipo de soluciones, sino de la incapacidad de los sistemas tradicionales de la Educación Superior para proveer las competencias y calificaciones que ese mercado está demandando. Es justamente el tema de los "nuevos proveedores", ampliamente discutido por los organismos internacionales especializados, el que está sugiriendo la aparición de esta nueva tendencia en el mapa de la realidad educativa del mundo entero. Exacerbando en parte los factores de crisis del sistema, pero insinuando al mismo tiempo las posibilidades que se abren por fuerza de una dinámica que no puede "esperar" las reformas tantas veces anunciadas de los modelos universitarios tradicionales.

 

Parece claro que el espacio universitario tal como lo hemos conocido a lo largo de la Modernidad ya no puede retener el monopolio de la titularización (por lo demás, casi la única actividad a la que se han reducido las viejas universidades, toda vez que la misión originaria de centros de producción de saberes ha queda en el camino desdibujada por el agotamiento de su modelo de producción cognitiva). La transfiguración del viejo concepto de "trabajo" acarrea de inmediato una verdadera conmoción en la plataforma de dispositivos dispuestos en el pasado para colmar las necesidades de formación técnica y profesional. Independientemente de los efectos sociales de "precarización" que este modelo supone (asunto que concita la mayor sensibilidad en las lucha sindicales de estos días en los países del Norte) parece claro que la "nueva economía" está imponiendo, no sólo requerimientos de saberes y competencias diferentes, sino modalidades de acceso y acreditación para el trabajo completamente heterodoxas.

 

Por este costado parece venir una de las más severas presiones para la transformación de los modelos curriculares en los que se ha fundado hasta ahora la formación profesional en los sistemas tradicionales de enseñanza. La "precarización del empleo" produce de rebote una fuerte presión hacia una suerte de "maquila académica" en la que se escapan de control la calidad y pertinencia de los viejos sistemas de acreditación y aseguramiento de la calidad educativa.

 

Pero ello no se resolverá con la apelación a la "autoridad" del mundo universitario ni tampoco anteponiendo recursos jurídicos frente a un fenómeno incontenible y de orden estructural. Si la naturaleza del "trabajo" se está transfigurando, si las "profesiones" no corresponden más a la complejidad de la economía y la sociedad en trance posmoderno, entonces mal podría pretender el sistema de Educación Superior una reivindicación de exclusividad que la realidad misma ya ha desbordado sin remedio.

 

Desde luego, nada de esto es absoluto. Sólo se trata de tendencias en curso cuya cristalización es siempre un juego de fuerzas, complejo entramado de prácticas y discursos en los que se superponen placas de contenidos de ambos mundos. Las universidades estarán allí por mucho tiempo. La implosión de su suelo fundacional no significa su extinción. Las pulsiones de cambio y reproducción se mueven complejamente en el marco de contradicciones muchos más vastas. La vieja universidad puja por retener el privilegio de la certificación para el trabajo. La nueva economía y las tramas organizacionales de la lógica tribal habilitan a diario otras modalidades de formación y acceso. La velocidad de estos procesos indica claramente que la brecha está en constante aumento. Nada indica que el sistema universitario tradicional podrá "alcanzar" el tempo de esta nueva realidad. Los más optimistas apuestan a las reformas académicas urgentes con la esperanza de una convergencia. Los más escépticos vaticinan un ensanchamiento del hiato entre el modelo de educación de la Modernidad moribunda y los nuevos agenciamientos del trabajo, la educación y las profesiones en el tránsito epocal. Coyunturalmente las tensiones entre los "prestigios" académicos y la pertinencia de los saberes se expresan en clave de conflictos latentes. La propensión a una recreciente desregulación de los requisitos de titularización es en la práctica el fenómeno más a la vista. Todo parece indicar que esta tendencia se profundizará en el tiempo que viene. Ello significa un enorme reto para las viejas agencias de titularización que están viendo socavada su función histórica de legitimadoras del trabajo calificado, de los oficios de alto nivel, de las destrezas técnicas certificadas.

 

En los altos niveles (Doctorado, Post-Doctorado) el tema de la certificación universitaria resulta todavía difícil de competir por los nuevos proveedores. Pero también allí se producen presiones diversas por la flexibilización de los modelos curriculares, por la actualización temática, por las nuevas modalidades de estudios a distancia.

 

La universidad que viene debe ser pensada en el marco más inclusivo de la sociedad-mundo (Edgar Morin) en la que se han producido mutaciones socio-culturales suficientemente hondas como para dotar de una nueva caracterización a los actores, prácticas y discursos portados en la nueva socialidad que se disemina por todos los poros de la vida cotidiana de la gente. Estamos hoy en el centro de una turbulencia cultural que está trastocando los propios cimientos de la civilización Moderna. La universidad ha sido una insignia de ese proceso civilizatorio. La educación en su conjunto ha jugado en este largo trayecto un papel esencial en la consolidación del ideario de la Modernidad.

 

Lo que ha entrado en crisis es justamente ese magma civilizacional que sirvió de lecho a la idea de Educación en estos últimos siglos. La crisis del modelo Moderno de universidad no es otra cosa que la expresión más palpable del derrumbamiento de los mitos  de la Modernidad. Independiente de las especificidades de la historia interna de estos espacios en el mundo, cuenta destacar el rasgo común observable en todas las universidades del globo referido precisamente a la caducidad del modelo epistemológico que dotó de sentido en el pasado a esta manera de producir y transferir conocimiento.

 

La impronta posmoderna de la cultura que respiramos en esta coyuntura plantea un inmenso desafío a la herencia educativa de la Modernidad: desafío en el mundo del trabajo que está transfigurándose aceleradamente en todos los órdenes; desafío en el ámbito de los desempeños que se deslastran de la tiranía del "status" en beneficio de una expansión incontenible de la innovación, la flexibilidad, la desterritorialización, la virtualización, etc.; desafío en el universo de los nuevos modos de producción, circulación y consumo del conocimiento que abre la más espectacular revolución tecnológica de la que el ser humano haya sido capaz en este trayecto de la Modernidad. Es justamente en este punto donde se están produciendo en la actualidad los reacomodos y mutaciones más interesantes de cara a los tradicionales formatos del "trabajo", las "profesiones" y la "enseñanza".

 

Las adaptaciones de la vieja universidad a esta nueva realidad están llenas de malentendidos y tormentosos procesos de marchas y contra-marchas. Algo similar ocurre en el mundo de la gestión laboral, de las "administración de personal", del manejo de los "recursos humanos". Y, desde luego, en los propios trayectos individuales de los "trabajadores" que ven desplazados los viejos itinerarios de la formación profesional, de las modalidades de certificación de competencias, de los criterios de acceso y permanencia en el mercado ocupacional.

 

En la medida en que estas tendencias se consolidan (en parte por efecto de la mundialización, en parte también por las dinámicas regionales de reorganización de las economías, de la cultura y de los dispositivos organizacionales) la triangulación de la enseñanza, las profesiones y el trabajo se hará más borrosa y nómada. Los vectores institucionales más duros de movilizar son sin duda los emplazamientos universitarios (del lado de la formación) y los aparatos de Estado (del lado del trabajo). El mundo empresarial y la iniciativa individual en el campo de la formación profesional lucen los ejes más dinámicos de este complejo corpus. Actores, prácticas y discursos se interrelacionan aquí conflictivamente. De ese campo tensional pueden estar emergiendo los embriones de socialidad de las nuevas relaciones sociales. La peculiar hibridez de las placas de sentido que conforman la metáfora del “Sur” es una   de las claves de inteligibilidad de los    procesos de agenciamiento en las nuevas esferas del trabajo, la formación y el desempeño profesional. Allí está todo por hacerse. Disponemos por ahora sólo de síntomas en este inmenso laboratorio de experimentación que es la vida cotidiana en nuestras sociedades. Pero sería un lamentable desperdicio intelectual interpretar estos indicios como mera continuidad del status quo heredado.

 

Una mutación civilizacional está irrumpiendo. El desafío mayor es hacerse de una apropiada "caja de herramientas" para comprender lo que ocurre. Los repertorios de la tradicional "sociología del trabajo", las "ciencias gerenciales" o la "psicología industrial" han quedado paralizados en el atasco epistemológico de una Modernidad a la deriva. Se trata ahora de asumir cabalmente el reto intelectual de hacerse cargo de la complejidad de estos procesos interpelando las tradiciones teóricas de manera crítica y dialogando abiertamente con los datos de una realidad caótica. Se allí no saldrán grandes "leyes" ni interpretaciones reconfortantes. Podemos esperar apenas la buena nueva de una pregunta bien pensada. 

8. La reforma universitaria de cara al encuentro de civilizaciones y al diálogo de saberes.

Problemas derivados de la diversidad cultural que caracteriza los flujos de conocimiento.

Una primera constatación que salta a la vista es que el debate y la práctica sobre la Reforma Universitaria se encuentran hoy inmersos en una discusión universal sobre la necesidad de recuperar el concepto de Diversidad Cultural, actualmente amenazado (como está amenazada la diversidad biológica), por el peligro proveniente de las dramáticas asimetrías que caracterizan al mundo globalizado. Los intercambios culturales padecen la misma patología que el resto de los flujos comerciales, tecnológicos y comunicacionales. No es un dato aislado, sino de una misma lógica que tiene sus específicas consecuencias en el terreno simbólico y estético. La tendencia “natural” de los mercados culturales reproduce coherentemente la dependencia Norte-Sur, la hegemonía que viene de los viejos tiempos del colonialismo, los asesinatos culturales que han sido y siguen siendo perpetrados.

Las cosas están cambiando en los tiempos que corren pero ingenuo sería creer que las fuerzas hegemónicas y los intereses históricos que están por detrás se han evaporado milagrosamente.

Esa conciencia mundial de las amenazas reales a la diversidad cultural –principio que está en la base de todo proceso de integración, de encuentro de civilizaciones-  nos impulsa en el camino de construir una plataforma de compromisos y obligaciones que pudieran revertir el cuadro de asimetrías que hoy constatamos. En tal sentido los esfuerzos de UNESCO (y de otras entidades)  para la protección de la Diversidad Cultural, a pesar de que  no significan todavía una garantía de intercambios culturales equilibrados, han sido sin duda alguna un aliciente para las batallas que se libran hoy.

Está suficientemente claro a estas alturas que el mercado cultural no funciona en clave de diversidad, es decir, su aparente “variedad” se inscribe en la lógica del pensamiento único, en la corriente unidireccional de las industrias culturales del Norte posicionadas en el Sur. Ese mercado de bienes y servicios culturales no hace si no reproducir la vulnerabilidad que está instalada estructuralmente en los modelos socio-económicos de una globalización hegemónica. De ese modo, las prácticas culturales autóctonas, las expresiones de culturas milenarias, de comunidades geográficamente aisladas, de grupos sociales marginalizados, pero también la ciencia y la tecnología local, los conocimientos y saberes generados en la educación superior, están amenazados severamente por la propia lógica de ese mercado cultural.

Es ese, reiteramos, un componente del contexto en el que se da hoy el debate que nos ocupa sobre las reformas universitarias. No se trata simplemente de una discusión académica destinada a reflotar las viejas querellas entre tendencias de la antropología. Tampoco es una diatriba entre “especialistas en cultura” para ver quién define mejor el concepto. Está en juego ciertamente un concepción de la cultura en la que intervienen todos los debates teóricos que se libran—y se siguen librando—en las agendas de los “Estudios Culturales”, de los “Estudios posmodernos”, de la “Reforma Universitaria” y de muchos otros asuntos. Pero sobre manera está jugándose una intrincada red de intereses corporativos y geopolíticos que pocas veces aparecerán abiertamente. Se trata, entonces, de enfrentar la lógica del “conservadurismo” que, en la trastienda, conspira para obstaculizar los acuerdos con tácticas dilatorias y argucias legales.

Por otra parte, incorporar a la discusión sobre la Reforma Universitaria el debate sobre la Diversidad Cultural y el Diálogo de Saberes, representa en si mismo, una derrota de los grandes intereses hegemónicos que han hecho lo imposible por evitarlo.

En este sentido, la cuestión de la producción cultural, y sus múltiples implicaciones con relación al Estado, a los movimientos sociales y a la comercialización de bienes y servicios de este signo, adquiere hoy la impronta de un escándalo mayúsculo; en buena medida, porque llegó la ahora de sincerar lo que se tiene en mente como “cultura” (tanto como “educación”, “ciencia” o “tecnología”). No es sólo una confrontación de opiniones en el seno de un foro sin trascendencia. Esta vez se trata de opiniones ligadas directamente con decisiones, con marcos normativos, con compromisos de empresas, gobiernos y personas (OMC, por ejemplo). Por ello la discusión adquiere de inmediato el signo de una postura política, el carácter de un posicionamiento frente a líneas de acción con enormes repercusiones.

Ello encarna  de manera muy precisa la ética que mueve a los diferentes operadores políticos, el juego de intereses que está siempre por detrás de las distintas apreciaciones sobre la cultura los conocimientos y saberes, en fin, las correlaciones de fuerza que después de todo son las que dictaminan el curso de estos debates. 

Tampoco se trata de que la orientación inspiradora de lo que hoy se hace (desde muchísimos ámbitos locales, regionales y mundiales)  en materia de  protección de la diversidad cultural, a favor del Diálogo de Saberes y del Encuentro de Civilizaciones, sea una suerte de “nacionalismo”; sin embargo no es descartable que grupos etnocéntricos en diversos países del mundo puedan apelar a un arrebato xenofóbico para “defender” al país, la cultura o cualquier cosa relacionada. Pero confundir esta suerte de excrecencia ideológica con los fundamentos intelectuales que orientan esta lucha en todo el mundo, es una deliberada manipulación.

El asunto es otro: asumir cabalmente todas las implicaciones de una mundialización no hegemónica que privilegia la noción de intercambio solidario en todos los terrenos (incluido el campo de las industrias culturales, las prácticas estéticas, científicas y educativas en su radical diversidad) No es la hipocresía de implorar equidad y justicia para los intercambios culturales dando por “buenos” los  otros mercados, es decir, omitiendo una consideración sustantiva sobre la naturaleza de los modelos socio-económicos que padecemos a escala planetaria. La estrategia neoliberal es perfectamente clara en esta materia: se trata de extender a todos los bienes y servicios de la sociedad, la misma lógica que funciona en el terreno de la economía y el comercio convencionales. Hasta ahora ha habido celos y restricciones en la comercialización de bienes y servicios culturales. El asunto para esta ideología es terminar de barrer esas limitaciones (lo cual es demasiado coherente con los intereses de las corporaciones que monopolizan el mercado de las industrias culturales en todo el  mundo).

Frente a estos intereses económicos y la ideología que le sirve de coartada lo que se está proponiendo es que la diversidad cultural (lo mismo que la bio-diversidad) no sea escamoteada en nombre del “mercado”, la “libre empresa” o la “libre circulación de bienes y servicios”. Es demasiado claro que las prácticas culturales de los pueblos del mundo no “circulan libremente” en el mercado de las industrias culturales. Esos “bienes culturas” (prácticas, discursos, tradiciones, patrimonios, sistemas axiológicos, etc.) están portados en la sensibilidad de la gente, en su vida cotidiana, en los imaginarios colectivos de grupos humanos repartidos en todo el globo terráqueo. Esos grupos humanos habitan territorios simbólicos desiguales, territorios socio-económicos desiguales, territorios geográficos desiguales. Estas asimetrías son estructurales; brutalmente excluyentes. Desde allí no hay posibilidad alguna de intercambio justo, de diálogo de saberes, de encuentro de civilizaciones. La falacia de un mercado “igualador” de estas asimetrías es justamente el truco de una “globalización” vendida como “universalización”. La cultura, la ciencia y la educación  no son  “universales”. En todos esos ámbitos se juega siempre una matriz de contenidos específicos (de grupos dominantes que hacen aparecer sus intereses como si se tratara del “bien común”) Las asimetrías de ese mercado las paga alguien y sería una ingenuidad imperdonable aceptar al “mercado” como mecanismo “natural” para que la diversidad cultural se exprese, el diálogo de saberes se dé y las civilizaciones se encuentren.

Lo que estamos sosteniendo es que las prácticas culturales de todos los grupos humanos que pueblan la Tierra deben ser garantizadas en su preservación y desarrollo. Esa preservación y desarrollo no tienen nada que ver con el “mercado” sino con la expansión creciente de todas las posibilidades de intercambio cultural que las enriquece, que las hace visibles, que las pone a disposición de otros pueblos. Lo que promovemos es una acertada combinación de autogestión cultural afirmada en la gente y sus prácticas, políticas públicas expresamente formuladas con estos fines,  marcos contextuales propiciantes del diálogo de saberes, del encuentro de civilizaciones, de una interculturalidad intensamente vivida por todos los pueblos el mundo.

En esa combinación hay una parte importante que corresponde a los Estados, a las agencias internacionales, a organizaciones para-estatales de diversa  índole y, por supuesto, a las instituciones de educación superior, ciencia y tecnología. Pero sobre todo, a las propias comunidades que son en fin de cuentas los actores fundamentales del asunto. Queremos impulsar políticas públicas que abran cauce para que la diversidad se exprese,  para que estimule la presencia de todas  las prácticas culturales en todos los escenarios  que les son consustanciales.

Esto es particularmente cierto para la región latinoamericana y para el tercer mundo en general, justamente porque el funcionamiento histórico de relaciones de dependencia, de coloniaje, de subordinaciones diversas han fragilizado de tal manera  los tejidos de sustentación de prácticas culturales de todo género que serían condenadas al ostracismo y a su lenta extinción. Es claro que en América Latina y el Caribe, al menos, los mercados culturales han funcionado desde siempre como maquinaria infernal de la violencia y la exclusión. Sería ingenuo creer que esto ha transcurrido indoloramente en todo este largo trayecto. Las consecuencias son visibles. Las huellas dejadas por esta historia están a la vista. Es un asunto no resuelto en la coyuntura histórica de hoy y por eso mismo se vuelve estratégico todo paso que pueda coadyuvar a la posibilidad  de salidas a los bloqueos que nos han marcado durante siglos.

En resumidas cuentas lo que se discute hoy en este ámbito, es el derecho de todos los pueblos del mundo a desarrollar sus prácticas culturales en  condiciones de equidad y de justicia social, sin otro condicionamiento que la calidad intrínseca de esas prácticas. Sin más limitaciones que las que provienen de las características propias de cada experiencia cultural. Sin más regla que la del diálogo multicultural de civilizaciones colocadas transversalmente en el mismo plano de real igualdad. Como se ve este asunto es de crucial importancia en la coyuntura actual y para el debate sobre la Reforma Universitaria. La controversia es inevitable. Lo más sano es que las posiciones se expliciten.

9. La reforma universitaria y la cultura académica.

Cuestiones relativas a las condiciones históricas y coyunturales que obstaculizan los procesos de cambio.

La Universidad se encuentra en la encrucijada de una transformación importante bajo la presión de exigencias varias. Ésta, ya sea del Norte o del Sur, rica o pobre, comparte preocupaciones y retos, se pregunta sobre su razón de ser y su desarrollo futuro. Hace balance y reevalúa sus misiones ante los retos que la sociedad actual le plantea, tanto en el ámbito local como global.

De ahí la doble función paradójica que las circunstancias le imponen: adaptarse a la modernidad científica e integrarla, responder a las necesidades fundamentales de formación, ofrecer profesorado para las nuevas profesiones, pero también, y sobre todo, transformar el pensamiento que la piensa, repensar y confrontar su modernidad, y ofrecer una enseñanza transprofesional, transdisciplinaria, transtécnica, es decir el reto de pensar una nueva Cultura.

La responsabilidad de la Universidad se ha puesto en duda y su estructura organizativa y política está en crisis. A la vez, como ya se ha dicho, el paradigma clásico de organización de los saberes ofrece enormes dificultades y el enfoque clásico de la reproducción cultural y la difusión del saber están en entredicho.

La integración económica y la globalización plantean, en lo inmediato, el desafío de la competitividad, pues de ella depende el grado de éxito de los programas económicos que nuestras naciones adelantan con ese fin, gústenos o no; pero al mismo tiempo surge como impostergable atender las demandas de un gran contingente de población excluida, con niveles significativos de pobreza, atender los peligros ciertos de desaparición de sistemas culturales autóctonos y atender las graves consecuencias del proceso de degradación ambiental de amplias regiones de nuestros países.  Sólo una universidad que se conciba a sí misma como un sistema de educación y re-educación continua puede responder adecuadamente a estos retos.

Todo este proceso de apertura responde, pues, a una exigencia histórica fundamental: lograr que la universidad sea cada vez más relevante y más socialmente pertinente, conectarla fuertemente a las necesidades de la sociedad en una época signada por la centralidad del capital humano y del conocimiento, es decir, mas democrática.

Lo primero que es necesario reafirmar al preguntarse sobre el rol de la universidad en estos tiempos de cambio es ella ha sido un poderoso instrumento dinamizador de nuestra evolución social. En el pasado inmediato, la formación de varias cohortes de profesionales nutrió el proceso modernizador con los dirigentes capaces de asumir las responsabilidades públicas y privadas de la época. El modelo que permitió y propició la incorporación a la educación superior de amplias capas de todos los estratos económicos -y de la mujer- contribuyó enormemente a la movilidad social y al desarrollo de la democracia. Incluso la actitud desafiante y cuestionadora de la universidad fue un constante acicate para la práctica de la justicia y el mantenimiento de, al menos, una parte de las promesas del sistema político.

Una vez que ese modelo se agotó, sus instituciones entraron en un acelerado proceso de deterioro y decadencia. En ese contexto, todos los esfuerzos de las personas mejor intencionadas por restablecer los viejos ideales conservando las prácticas habituales, están condenados al fracaso. La cuestión está en encontrar un camino que sea efectivo para impulsar su evolución, fundamentar culturalmente el cambio y promover el avance social, en la emergencia de los nuevos paradigmas.

El camino no es simple, ni existen recetas para recorrerlo. La enorme resistencia humana que enfrenta es muy explicable; los muchos obstáculos institucionales y regulatorios a superar son la inevitable herencia del modelo moribundo.

Precisamente, una de las mayores dificultades que plantea un cambio de paradigma como el que estamos viviendo es que el proceso de destrucción creadora, intrínseco a la sustitución de una base epistémica por otra, va también acompañado de la sustitución de un conjunto de instituciones, formas y culturas organizativas y métodos, por otros. Día tras día, el desarrollo de una nueva “episteme” desafía a las personas a abandonar sus tradicionales ideas y prácticas por unas que sean más adecuadas al contexto emergente.

Se trata pues, de comprometer nuestro esfuerzo en promover cambios radicales en la política académica universitaria, pues hemos comenzado a entender que, de lo contrario, la educación que impartimos continuará reforzando la pedagogía de la domesticación, alimentando una visión instrumental de la naturaleza y el mundo, y reproduciendo un modo de vida cuya lógica de la rentabilidad económica, subordina el interés colectivo por el mejoramiento de la calidad de la vida humana y la salud ambiental a los intereses individuales o de los grupos económicos y políticos que controlan el poder.

Por un lado, es evidente que el saber y el conocimiento son, hoy en día, una exigencia social para el desarrollo y el bienestar de las sociedades, y también es cierto que ello engendra tanto una demanda creciente de formación superior, como la necesidad de una cooperación importante entre los distintos saberes (científico, artístico, material) e independiente de su origen (académico o popular), los distintos centros de producción de cultura y de conocimiento.

Por otro lado, a la Universidad se le pide desde todos los ámbitos, tanto internos como externos, que sea eficiente y eficaz. Se le pide que se someta a los mercados bajo el pretexto de garantizar la salida profesional de sus estudiantes. Esta relación, incontrolada, corre el riesgo de transformar a la Universidad en «colegio superior de formación profesional» y en una empresa económica como cualquier otra. Así, la universidad corre el riesgo de colocar en segundo plano la enseñanza superior (en el sentido más amplio del término), la búsqueda y la difusión de la cultura.

Ante los retos y las dificultades de una reforma de esta institución plurisecular, aunque las respuestas sólo pueden venir a partir de una reflexión más global, la tendencia general es la de dar respuestas adaptativas fragmentadas, dispersas y preocupadas principalmente por las exigencias del mercado.

En la idea de educación que promovemos, se inscriben las finalidades y prácticas educativas de la universidad como proyecto educativo y, a la vez, social y político, desde el cual contravenir las pretensiones de homogenización, de verdad absoluta, de completitud del conocimiento, de eliminación de todo error, de voluntad universal, de exclusión y, por consiguiente, desde el cual asumir las responsabilidades ante las cuales nos coloca un tiempo caracterizado por dislocaciones sociales, culturales, políticas, intelectuales y morales.

La primera de estas responsabilidades es la de hacernos la pregunta por el sentido y valor de nuestro pensamientos y nuestras acciones, cuando nos situamos fuera de la onda neoliberal y globalizadora, cuando reconocemos que la radicalidad de los cambios nacionales y mundiales no admiten interpretaciones desde conceptos que creíamos incuestionables, cuando el desdibujamiento de las reglas en común hace que el presente deje de ser diáfano y el futuro se torne incierto, y, fundamentalmente, cuando decidimos hacernos cargo de la creación de prácticas educativas anudadas a la construcción de una nueva cultura política, bajo el entendido de que esta construcción es indisociable de la pregunta por la injusticia que ha cruzado nuestra historia y por lo que hemos heredado de ella.

Adquiere significación especial la revitalización del enfoque de formación integral de profesionales con profundo sentido de país y al servicio de los intereses nacionales y regionales, y por consiguiente, la preocupación por la integración de la dimensión ético-política en la formación universitaria. Preocupación que traduce, sobre todo, un cambio de perspectiva en relación con lo que hoy significa lograr un buen nivel de formación superior, y con lo que debería significar el compromiso con lo público de una universidad que pretende formar no sólo buenos profesionales sino mejores ciudadanos.

La institución universitaria siempre ha sufrido profundas transformaciones a lo largo de los siglos en estrecha relación con la corriente de la época y los saberes, la cultura y la ciencia que las distintas épocas provocaron. No obstante, los retos que enfrenta hoy sacuden sus propios cimientos epistémicos, culturales y organizativos.

10. El pensamiento de la reforma y los procesos en curso.

Problemas derivados de las dificultades para entrelazar los niveles teóricos con la experiencia de cambios puntuales.

Las modalidades de reformas universitarias que están en la mentalidad de los actores y en los discursos que circulan predominantemente, muestran los distintos planos y escenarios donde están las fuerzas motrices de los cambios posibles. Una cierta  tipología de la idea de reforma que habita estos espacios nos ha permitido entender mejor los obstáculos con los que tropezará toda iniciativa de cambio, y también, los puntos de apoyo de los que puede valerse una estrategia de transformación de las ideas-fuerza que circulan en el hábitat universitario 

Uno de los modos en que existe la idea de reforma es como clima, como ambiente, como espíritu. En este sentido puede apreciarse en cada coyuntura la presencia –más o meno activa—de estos climas que  invaden los ambientes, que se imponen en los imaginarios colectivos,  que ayudan a vehicular las agendas de debate. Ello lo que indica es que las discusiones que logran traspasar los ámbitos particulares para convertirse en agenda  de la sociedad son justamente aquellos que se convierten en clima del momento.

En la coyuntura actual es posible apreciar un cierto ambiente que podría asimilarse a eso que hemos llamado el  espíritu de la reforma. Ese clima se caracteriza por una sensación de agotamiento de los modelos universitarios existentes, por una cierta conciencia de la crisis que está allí instalada en todos los órdenes, por la fatiga de los intentos de cambios tantas veces diferidos, “traicionados”, frustrados.

El dramatismo de la crisis generalizada coloca sin tanta dificultad la necesidad de cambio a flor de piel. Allí puede advertirse el más extendido consenso en todos los sectores de la vida universitaria.  Sin que intervenga todavía una definición de contenido sobre el tipo de reformas ni sobre los métodos para llevarla a cabo, puede estimarse que en torno a la idea de los cambios necesarios hay en nuestra región, un amplio consenso que se registra fácilmente en las discusiones y actuaciones de los más diversos actores de la comunidad universitaria.

Lo anterior quiere decir que una agenda de reformas en la universidad no es percibida como artificio, como capricho de algún sector, sino como curso natural de las cosas, como condición del proceso político del país, como fuerza interior de la propia dinámica del quehacer universitario. La apelación a luchar por reformar nuestras universidades no pertenece de entrada a una fracción particular  del mundo político o de la propia institución. Pertenece a ese extendido sentimiento que recorre todos los ámbitos y sectores según el cual hemos llegado a una situación límite que no puede ser superada con las  fórmulas remediales del pasado. Es así como la atmósfera de la reforma universitaria  recorre estos espacios: sin que signifique en sí misma un “plan de acción”, representa empero una señal de posibilidades, un horizonte hacia el cual puede ser  convocada la voluntad de los actores.           

Así pues, la discusión sustantiva sobre modelos de reformas no está hoy recogida en denominaciones grupales. Tal vez esa discusión de fondo sobre distintas opciones respecto a la agenda de cambios pueda estar en el seno mismo de los movimientos de reformas (movimientos éstos que conviven sin problemas bajo el paraguas genérico de reforma universitaria).

Mientras tanto, parece evidente que cualquier cambio significativo que se intente en nuestras universidades va a suponer cambios importantes en el orden curricular. Pero lo inverso no es verdad: las reformas de pensa que ocurren con frecuencia no suponen necesariamente cambios significativos en los ejes medulares del mundo académico. Esta aparente paradoja se ha convertido en los últimos años en una suerte síndrome del fracaso anunciado. Se sabe de antemano que los grandes esfuerzos por reformar planes de estudios (sin conexión con ajustes estructurales en el conjunto del sistema) se reducen  en el mejor de los casos a mejoras funcionales en la gestión académica. Pero rara vez estos proyectos logran hacerse cargo de vectores sustantivos de la universidad misma.

Existe un efecto de trivialización de todo lo que atiende a la currícula por la negativa experiencia de esfuerzos de todo tipo sistemáticamente anulados en su trascendencia. Este panorama ha acumulado un pasivo muy difícil de superar a la hora de replantear la cuestión de las reformas curriculares de cara a transformaciones de fondo de la universidad misma. El escepticismo y la desconfianza afloran naturalmente. ¿Quién garantiza que esta vez sí será? ¿Cómo sostener consistentemente  la conexión entre diseño curricular y cambio de lógica en la gestión de saberes?

Un fenómeno similar ocurre en el ámbito de la administración: cualquier cambio verdadero que se plantee en el modelo universitario actual debe arrastrar una nueva visión de los estilos de gestión. Pero a la inversa no funciona: los cambios administrativos casi nunca están asociados a transformaciones de envergadura en el modelo de universidad que tenemos. Hay aquí también un enorme pasivo que se ha acumulado a lo largo de décadas en las que se ha pretendido desplazar el debate de fondo sobre el agotamiento del paradigma Moderno de universidad por maquillajes “administrativos” que dejan las cosas en el mismo lugar.

Como ocurre también para la esfera de las reformas curriculares, en el ámbito administrativo se genera el mito según el cual lo temas de gestión son asuntos de orden técnico sobre los que no hay debate de fondo. Esta ingenuidad termina instalando un cierto sentido común en el que resulta casi imposible entablar un debate serio sobre concepciones epistemológicas cardinales sobre la organización, sobre modelo de gestión, etc.

En la actualidad, parece claro que los programas de reformas que intentan concertarse en distintas agendas incluyen todos los ámbitos y ejes que definen la naturaleza misma de la universidad. Ningún campo está exceptuado. Todas las dimensiones están en discusión. Es probable que los operadores privilegien éste o aquél vector pero, en todo caso, las políticas de reforma que logren cristalizar tendrán que hacerse cargo de todas las dimensiones del sistema.

El estancamiento de los procesos de cambios en las universidades suele estar asociado con las dinámicas burocráticas desde las cuales son pensados y agenciados estos cambios. Puede constatarse que con frecuencia las autoridades producen grandes resoluciones de organismo de dirección en las que las reforman aparecen “decretadas”. Estos mandatos son sistemáticamente desoídos por la comunidad académica, no sólo por la poca legitimidad del gobierno universitario, sino también por la impronta demagógica y oportunista que rodean a este tipo de proclamas. Los actores internos suelen ser muy escépticos respecto a programas de transformación comandados por autoridades universitarias. La acumulación de fracasos y proyectos truncados es parte de la vida cotidiana en todas las universidades del país. Las comunidades de base son convocadas en períodos electorales para acompañar promesas de cambio. La experiencia indica que la gestión de equipos rectorales, decanales y de otro nivel guarda poca relación con la ejecución efectiva de  programas de transformación académica. Se explica entonces el descrédito de este tipo de promesas, el desencanto de la comunidad universitaria respecto a la esperanza de cambios verdaderos,   la existencia de intereses objetivos en mantener el status quo por parte de sectores que se benefician con el actual estado de cosas.                    

La realidad nos muestra que en ninguna institución universitaria se ha producido una transformación académica de envergadura “decretada” por autoridades. Ello no condena a estos operadores al rol de “enemigos” de las reformas. Lo que indica simplemente es la dificultad de impulsar procesos significativos de cambio apelando a la autoridad,  al status o a la influencia de la función directiva. Sea por la complejidad socio-política de estas organizaciones, sea por la poca credibilidad del sistema de gobierno, sea por el síndrome de resistencia al cambio, lo cierto es que se constata un límite muy severo más allá del cual los enunciados reformadores se condenan a simples arengas burocráticas.

Por su parte, el involucramiento del movimiento estudiantil en los procesos de reforma universitaria constituye uno de los desafíos de cualquier estrategia exitosa en este campo. Pero ello evidencia, al mismo tiempo, que este sector no está operando en la actualidad como el factor dinamizador de estos procesos[6]  y que la base profesoral tampoco  está en la vanguardia: sea en la generación de propuestas, sea  en la impulsión de luchas específicas por la transformación en cualquier nivel. La apelación a un reforma “desde abajo” tiene el significado político de reconocer los límites de  una “autotransformación”  que arriesga cuotas de poder e intereses objetivos.  Apela también a la acción directa de la gente, a la elaboración espontánea de propuestas, al rechazo de las prácticas tradicionales que terminan secuestrando la iniciativa autónoma de cada operador. No hay un “sujeto” predestinado de la reforma (como pudo serlo de hecho el movimiento estudiantil en las luchas en Venezuela, Argentina o México) pero parece evidente que un movimiento de abajo hacia arriba tiene la ventaja de movilizar energías críticas  que no pueden ser “decretadas” desde la cúspide. Este efecto movilizador de iniciativas nacidas en las comunidades directamente interpeladas es  un combustible insustituible en la profundización y sostenimiento de los planes de reforma.             

Poner el énfasis en las comunidades de base posibilita, además,  la creación de compromisos crecientes entre la gente y sus proposiciones. En climas de incertidumbre, escepticismo y desmovilización no es poca cosa lograr que colectivos múltiples y heterogéneos se ganen para impulsar iniciativas de transformación. Como se ha indicado con anterioridad, la profundidad misma de la crisis universitaria opera como motivación inicial para activar propuestas y animar las luchas por los cambios. Pero este impulso inicial debe hacerse sostenido y duradero para poder incidir verdaderamente en los sistemas organizacionales  y sus lógicas profundas.

En varios escenarios universitarios se plantea la lucha por reformas como una tarea –también—legislativa. Abundan los decretos, resoluciones, reglamentos y normas que intentan regular algún proceso que se inicia, alguna iniciativa nueva,  alguna creación institucional. De igual modo –aunque en sentido inverso—el sistema normativo vigente es percibido con frecuencia como un obstáculo para introducir innovaciones, como límite para los procesos de reforma.                                         

La coyuntura luce propicia para que los asuntos legales no sirvan de coartada para escamotear cuestiones sustantivas. Al contrario, el debate sobre las “leyes”, permite remover la maraña normativo-burocrática que se interpone, con frecuencia, como excusa para frenar iniciativas de cambio. La protección legal del status quo ya no podrá servir de escudo para boicotear la transformación de estas organizaciones, pues la “Ley” puede proveer los instrumentos que faciliten y estimulen los cambios institucionales que son perentorios.                      

El problema es que ello no se hará por la fuerza heurística de la “Ley” misma o por un mandato de la autoridad del Estado. Sabemos que la cultura académica instalada ofrece toda clase de resistencia y que las prácticas tradicionales que habitan en estas organizaciones generan inercias muy difíciles de erradicar. Tanto en lo que concierne a la discusión sobre los aspectos legales, como en lo atinente a la plataforma normativa de cada universidad, se plantea una dura batalla por construir una juridicidad que vaya acompasada con los contenidos de los cambios profundos que han de producirse.

En este sentido, la experiencia histórica indica que hasta hace muy poco, el Estado era una figura inexistente en lo que corresponde a fijar los horizontes de desarrollo del sistema universitario. En su lugar, los gobiernos que se sucedieron en el último medio siglo, intentaron distintas estrategias de control, orientación o incidencia con grados muy desiguales de impacto efectivo. Es claro que el modelo de universidades autónomas ha sido históricamente muy refractario a la incidencia de políticas o decisiones provenientes del ámbito gubernamental. Los demás subsistemas (universidades experimentales, Colegios  e Institutos Universitarios, Politécnicos, Tecnológicos, etc.) se desarrollaron bajo la tutela de los gobiernos de turnos con una larga lista de secuelas que todavía se padecen.                     

En la coyuntura actual  comienza a vislumbrarse otro modelo de articulación Estado-Gobierno-Universidad. Tanto en lo que se contempla constitucionalmente, como en la manera como se asume la cuestión universitaria desde los propios gobiernos. No sólo existen entes rectores para el sistema universitario, sino que se ha explicitado un cuerpo de políticas que comienza a fijar con cierta claridad, las reglas de juego para el desenvolvimiento del sector. En la medida en que la definición de políticas se convierte en la base para la toma de decisiones y para la propia dinámica del sector, es posible avizorar modalidades de relacionamiento que  favorezcan las estrategias de transformación de todo el sistema.

Por su parte, los fracasos y frustraciones que los intentos de cambios han acumulado en las últimas décadas,  ha estimulado distintas experiencias transversales que coloca a ciertos operadores tradicionales a la cabeza de las demandas por las reformas. De ese modo hemos conocido ciertas oleadas en las que los gremios profesorales han tomado la bandera de la transformación académica. De allí han surgido propuestas, proyectos, diagnósticos de la situación universitaria, muy valiosos. Para algunos sectores estas iniciativas aparecían como extralimitaciones de la función sindical. Para otros, se justificó esta preocupación  como parte del interés del  cuerpo profesoral por los asuntos académicos. De cualquier modo, puede constatarse que la lucha gremial apareció en cierto momento aparejada con una cierta agenda de transformación universitaria. No hubo cambios significativos en ninguna institución que pudieran ser atribuidos a esta variante de la agenda de reformas. Tal vez pueda evaluarse esta experiencia como una contribución a estimular un cierto clima favorable a las transformaciones académicas. Desde luego, en la medida en que el sector profesoral o el movimiento sindical aparece como parte sensible de las realidades a transformar, en esa medida se transparenta el mar de fondo en el que se debaten las buenas intenciones de los gremios (tanto en el ámbito de cada institución, como en los niveles federativos). Parece claro que en la nueva coyuntura es indispensable involucrar a fondo a los sectores gremiales (estudiantes, empleados, profesores, colegios profesionales) para concertar agendas de transformación.

En todo caso, lo que aparece en el horizonte con toda claridad, es que un cierto imaginario de cambio se ha posicionado en la agenda mundial de la reforma universitaria. No existe un atributo preciso para esta palabra, ni mucho menos una elección conciente con relación al universo semiológico donde habita todo un repertorio conceptual usado de modo intercambiable: puede sustituirse sin problemas por “cambio”, “transformación”, “renovación”, e incluso “transfiguración”. Viendo este problema un poco más de cerca es posible desplegar una argumentación consistente a favor de contenidos intransferibles. Es decir, una cierta correspondencia entre visiones y conceptos, entre paradigmas y términos utilizados. Así, la denominación de “reforma universitaria no sería una expresión periodística que describe técnicamente las reformas realmente existentes en el ámbito universitario. Estaríamos en presencia, mas bien,  de  una caracterización, de una Agenda de algún modo comprometida con un cierto entorno epistemológico, con una determinada visión de la academia, la educación, la ciencia y la tecnología, los saberes populares, algunos de cuyos elementos destacados son los siguientes:

La Pertinencia Social, exigida cada vez con mayor fuerza. Sin embargo, esta exigencia es inseparable de las instancias de enunciación y de los enfoques y desde los cuales se realiza: para unos, la pertinencia se define como adecuación a demandas económicas o sociales concretas, tal es el caso de las exigencias de profesionalización planteadas desde el mercado laboral o de los requerimientos de la investigación estrictamente asociada a la solución de problemas locales y regionales. Para otros, la pertinencia refiere al cumplimiento de objetivos más amplios como la generación de conocimientos científicos y tecnológicos, y la formación científica y tecnológica, en cuanto condiciones fundamentales del desarrollo económico y social, la creación de bienes culturales y simbólicos, tales como la investigación social y humanística, los valores consustanciales al ejercicio de ciudadanía y a la profundización de la democracia, la elevación del nivel cultural, educativo y crítico de los diversos sectores sociales.

La Democracia, entendida como un concepto que emerge de la voluntad de participación, y en condiciones de igualdad, de quienes hacen vida en sus espacios. Se traduce en la idea y práctica de un gobierno universitario de talante democrático, el cual implica no sólo la intención de hacer presentes a los distintos sectores que componen a la universidad en la toma de decisiones, sino también, y esencialmente, en las sensibilidades democráticas instaladas en las formas de concebir y practicar la dirección de los asuntos universitarios con claros sentidos de igualdad y de justicia. Se expresa, asimismo, en la potenciación de sus prácticas de investigación, enseñaza e inserción social, cruzadas por la reflexión, como ejercicio de pensamiento libre, de comprensión y crítica frente a toda forma de encuadramiento y disciplinamiento normalizador de los sujetos, comenzando por las que funcionan en la universidad misma. Así como en la expansión de permanentes espacios de debate y de investigación ética que vinculen su quehacer con cuestiones sociales tales como la exclusión, la economía social, el nuevo orden mundial, la sociedad de derechos, la resignificación de la política, la democracia y la ciudadanía, las nuevas lógicas y prácticas culturales asociadas a las nuevas tecnologías de información y comunicación, la salud pública, la educación, la ecología y el desarrollo sustentable, entre otras. En tal sentido, el ejercicio de la democracia universitaria constituye uno de los aportes fundamentales de la universidad a la formación ciudadana y al fortalecimiento de la democracia como forma de vida política.

La Equidad, pues cualquier propuesta de reforma implica asumir, sin ambigüedades, el compromiso de la universidad, que coloca en primer plano su lucha frontal contra todas las formas de exclusión. En tanto expresión fundamental de esta lucha, es impostergable debatir y buscar alternativas para enfrentar la situación de iniquidad que hoy caracteriza tanto el acceso a la universidad como las condiciones convergentes en los logros educativos de quienes acceden a ella; un álgido asunto en sociedades que, como la nuestra, están marcadas por una profunda desigualdad económica y por manifiestas prácticas de exclusión e injusticia social. Como sabemos, estos principios se cumplen precariamente en detrimento de grupos sociales históricamente excluidos, por la conjunción de razones económicas, sociales, culturales, educativas, geográficas, de tradiciones y de comportamientos internos a las instituciones. Por esto, la puesta en escena de la equidad en la educación universitaria comporta la atención a los grupos más vulnerables de nuestras sociedades, ya que sin ello no puede haber impacto de esta educación en la construcción de una sociedad más justa. La educación es la vía para la construcción de una sociedad más justa y democrática, ella brinda las posibilidades para que amplios sectores sociales tengan acceso a bienes materiales y culturales. Estamos obligados a indagar en  lo que hemos hecho o hemos dejado de hacer para que la iniquidad en el acceso y en la obtención de logros educativos sea una marca de la institución universitaria, a explorar lo que podemos hacer para que esta marca vaya borrándose, pues entre los asuntos vitales en juego  está el papel que la universidad ha de cumplir en los procesos efectivos de democratización social, cultural y política.  Hablamos de un asunto que se inscribe en la postulación de una irrestricta apuesta cuyos espacios de realización involucran la confluencia de voluntades, las necesarias sinergias intra e interinstitucionales y, sobre todo, la emergencia de una nueva manera de pensar y objetivar los vínculos entre universidad, sociedad  y Estado.

La Calidad e Innovación, que asume el enfoque integral de calidad que apunta a los procesos que impulsan a las instituciones de educación superior al logro de metas cada vez mas altas y a cumplir de manera satisfactoria con las responsabilidades y expectativas que le son planteadas, entre éstas, las que son de impacto y proyección en su entorno social.

La Autonomía Responsable, pues la naturaleza académica de las instituciones de educación superior, se vincula con la autonomía como valor sustantivo de las mismas.... La autonomía de dichas instituciones refiere a las relaciones de estas instituciones con el Estado y la sociedad y, ejercida en los marcos jurídicos de la sociedad, constituye el soporte fundamental de la libertad de cátedra e investigación como expresión, en la vida interna de las instituciones, del derecho a la libertad de pensamiento y expresión. Tal y como la entendemos, la autonomía institucional es una autonomía responsable, en el sentido de que comporta el deber de responder ante el Estado y ante la sociedad por lo que ellas realizan en el cumplimiento de su misión. La autonomía institucional, en consecuencia, no excluye la rendición social de cuentas o resultados de su quehacer, no sólo en lo que atañe al uso de los recursos financieros sino también, y en lo fundamental, en lo concerniente a las actividades de docencia, investigación y extensión.

De ello se desprende que la autonomía tiene expresión en el ejercicio de participación democrática de sus cuerpos académicos, en el predominio de los criterios académicos por encima de los de carácter personal, grupal, político o ideológico; en los distintos aspectos de la actividad universitaria; en la innovación de procesos académicos y de gestión, característica de la experimentalidad; en la inviolabilidad del recinto universitario; y en la rendición social de cuentas o resultados de su quehacer en lo concerniente a las actividades de formación, creación intelectual y vinculación social, tanto como al uso de los recursos que la sociedad le otorga.

El Ejercicio del Pensamiento Crítico, pues la universidad no sólo es un espacio de creación de conocimientos, de formación y de inserción social, sino también de reflexión como acto que involucra el crear y dar sentidos a lo que se piensa, se dice y se hace. Es el ejercicio de la reflexión lo que hace de ella una comunidad plural de pensamiento que asume el pensamiento libre, la duda fructífera, la voz problematizadora y el debate como condiciones para comprender y saber posicionarse ante los fenómenos que definen la compleja situación histórica del presente, ante los problemas éticos de los modelos de desarrollo, del conocimiento, de la política, la cultura democrática, la economía, la comunicación, la educación, la universidad misma; para recrear como diálogo vivo los vínculos con nuestra tradición cultural e intelectual y con el pensamiento universal, para redefinir las formas de relación con el saber y sustentar epistemológica, social y éticamente sus plurales ámbitos, propuestas y formas de acción individual y colectiva.

La Formación Integral, pues, la organización y el quehacer académicos de las instituciones de educación superior en los que se aprende a saber, se sabe aprender y se sabe enseñar, tienen como finalidad fundamental la formación de sus estudiantes, entendida ésta "como un proceso complejo, abierto e inacabado mediante el cual se contribuye no sólo a desarrollar competencias profesionales, sino también y, fundamentalmente, a forjar en los estudiantes nuevas actitudes y competencias intelectuales; nuevas formas de vivir en sociedad movilizadas por la resignificación de los valores de justicia, libertad, solidaridad y reconocimiento de la diferencia, tanto como por el sentido de lo justo y del bien común; nuevas maneras de relacionarnos con nuestra memoria colectiva, con el mundo en que vivimos, con los otros y con nosotros mismos; lo que implica la sensibilización ante las dimensiones éticas y estéticas de nuestra existencia". El enfoque de la formación integral permite revitalizar la función educadora de dichas instituciones y su importancia parte del reconocimiento relativo al "hecho de que nuestros problemas no son sólo de orden técnico, científico y económico, sino también de carácter social, cultural y ético, es decir, problemas cuya comprensión y solución requieren capacidad de análisis social, compromiso con la consolidación de espacios democráticos y de una sociedad más justa, y el ejercicio de valores éticos. De ahí que las instituciones deban fortalecer la formación integral asumiéndola como el aspecto central de su función docente y de su responsabilidad social" 

La Educación  Humanística y Ética, ya que las sociedades de hoy enfrentan un sinfín de crisis, todas simultáneas y todas interrelacionadas. Entre ellas forman fila las guerras, la destrucción ambiental, la brecha de desarrollo entre el Norte y el Sur, las divisiones de naturaleza étnica, religiosa o idiomática.... El camino hacia las soluciones puede parecer demasiado remoto y, sus escollos, terminan por intimidar. Ante ello, la educación puede seguir un curso de desarrollo aislado de toda consideración por la vida humana, o, por el contrario, hacerse cargo de las preguntas relativas a nuestra condición humana: ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Se trata de preguntas que involucran la necesidad de romper con el pensamiento fragmentario y reduccionista de lo humano, que ha disuelto la complejidad de la condición humana. Y, por ende, la puesta en juego de un nuevo modo de pensar que permita comprender la unidad de lo humano en la diversidad; la unidad de la cultura en la singularidad de cada cultura, el carácter a la vez singular y múltiple de cada ser humano como ser complejo que no sólo vive de racionalidad y de técnica, que es al mismo tiempo racional y delirante, trabajador y lúdico, empírico e imaginador, económico y dilapidador, prosaico y poético (al mejor estilo Moriniano). El estudio de la complejidad de la condición humana “como una de las vocaciones esenciales de la educación... conducirá a la toma de conocimientos, esto es, de conciencia, de la condición común a todos los humanos, y de la muy rica y necesaria diversidad de los individuos, de los pueblos, de las culturas, sobre nuestro arraigamiento como ciudadanos de la Tierra” (Edgar Morin). En tal sentido, podemos decir que una educación humanística y ética como la que reclama nuestro tiempo, debe hacerse responsable de las condiciones que hacen de los ciudadanos de hoy, ciudadanos de la Tierra. Una educación humanística es indispensable para el ejercicio de una ciudadanía asumida con criterio, a la vez, político y ético, y en perspectiva, al mismo tiempo, local y universal.

La Educación a lo Largo de la Vida, como concepto asociado a una perspectiva de la educación, para encarar los retos que tienen ante sí las instituciones, como resultado de la vertiginosidad de los cambios en las dinámicas del conocimiento, en los campos económicos, sociales, políticos, tecnológicos y culturales, y de las formas de desempeño individual y colectivo en ellas. En este sentido, la educación a lo largo de toda la vida se reconoce como una necesidad insoslayable y como una exigencia democrática que procura el acceso a oportunidades educativas múltiples y flexibles, tanto desde el punto de vista de los ámbitos, contenidos, experiencias, trayectos y niveles, como desde el ángulo de los diversos sectores de la población a los cuales van dirigidas.

*****************

Todo lo que antecede pertenece al repertorio de experiencias de acompañamiento, de investigaciones realizadas en distintos países, de intensos diálogos entre los diferentes equipos de ORUS.Int a lo largo de estos últimos años. También está allí recogido de  variadas maneras el rico debate sostenido en este trayecto con colegas de distintas procedencias intelectuales, en el seno de organizaciones y de  eventos de una gran heterogeneidad en sus perfiles y propósitos. Todo ello conformando una suerte de magma cultural que ha ido delineando con el tiempo esta mirada común sobre la universidad y el mundo. No se trata de una concertación forzada por imperativos pragmáticos o por ocasionales coincidencias de intereses menores. Lo que en verdad ha ocurrido en este tiempo es la maduración de un espesor intelectual y programático que ha ido adquiriendo cuerpo sobre la base de la interacción constante, del empeño puesto en el debate de fondo, en la voluntad común de encarar la complejidad de los procesos concretos en los que nos hemos involucrado, en fin, en la expresa disposición de ejercer una mediación pertinente en la direccionalidad de los cambios, en su densificación y sostenibilidad.

Un emprendimiento de esta envergadura ha significado para todos una poderosa plataforma de aprendizajes, de marchas y contramarchas, de exigentes concertaciones con actores académicos y políticos en escenarios muy variados. Ha sido justamente esa dinámica la que ha hecho posible que ORUS.Int pueda hoy ofrecer a la comunidad universitaria del mundo entero un cuerpo de reflexiones cada vez más asentadas y un repertorio de orientaciones programáticas cultivadas en la rica interacción con un vasto mapa de experiencias de reformas universitarias en todos lados. De la apuesta por un encuentro fecundo entre reflexividad y experiencia ha nacido el impulso primero que dio nacimiento a la aventura de ORUS.Int. De las tensiones que son inherentes a la voluntad de convergencia entre un pensamiento de las reformas y las reformas mismas ha nacido el tono ético-intelectual que sella nuestro modo de actuación en todos los escenarios: recuperación plena de la autonomía de los actores en sus iniciativas y proyectos, apropiación crítica de nuestra propia mirada en cuanto proceso estamos implicados. Con ese norte no hay razón para extravíos. Al contrario, todo parecería indicar que se ha producido un apropiado posicionamiento que no ambiciona otra legitimidad que la que proviene de la consistencia de los planteamientos, de la transparencia de los vínculos, de la efectividad de los compromisos. Es esa la aportación que queremos compartir con tanta gente empeñada en producir las transformaciones de fondo de nuestras universidades, transformaciones éstas que son después de todo las mismas que soñamos para el mundo en que vivimos. “La universidad responsable de la sociedad/mundo del siglo XXI está comprometida con una reforma urgente de los modos de pesar”. (Edgar Morin).

Notas


[1] Muestra de ello es el papel jugado en todos estos años por organismos como la UNESCO en cuyo seno se ha condensado una agenda concensuada sobre los principales vectores de la educación superior en el mundo.

[2] El poderoso impacto ejercido por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación está recomponiendo aceleradamente el paisaje de las modalidades de formación en el mundo.

[3] En muchos países existe la fórmula de una “Ley de ejercicio de la profesión” mediante la cual se consagra la exclusividad, no sólo de desempeños laborales tipificados, sino de actividad docente en diversas carreras.

[4] Basta revisar el repertorio de eventos y publicaciones generados por organismos como IESALC/UNESCO para comprobar fácilmente este interés.

[5] Muestra de ello es la “Convención para la protección de la Diversidad Cultural” que ha propiciado la UNESCO y que ha significado en los hechos una clara derrota de los sectores más recalcitrantes en materia de “mercantilización”.

[6] En otras épocas esto aparecía evidente por sí mismo: el movimiento estudiantil organizado fue la fuerza motriz de los procesos de renovación, reforma o transformación universitaria.