Nelly Richard

Crítica y ensayista chilena, Directora de la Revista de Crítica Cultural

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Las estéticas populares; a propósito de "Geometría y misterio de barrio" de Juan Castillo       

Publicado en la Revista de Crítica cultural, N° 24, Santiago de Chile, junio de 2002

El tema de las culturas populares, de cómo referirse a ellas y abordar estéticamente sus territorios existenciales, sus flujos de imaginario  y sus materiales simbólicos, sus composiciones de lenguaje y sus desórdenes de estilo,  es un tema rodeado de dificultades. Tres de los mayores peligros que acechan la referencia a lo popular son: la mitificación ideológica (la sustancialización de la categoría Pueblo en un bloque heroico sin fisuras que, por definición, se movería en la dirección siempre correcta o deseable de lo político-revolucionario o bien de lo emancipado), la romantización nostálgica (la folklorización de las tradiciones y memorias de lo popular desde una fantasía primitivista de pureza originaria y de incontaminación) y el paternalismo condescendiente (la domesticación de sus energías  bajo una jerarquía clasista del gusto y la representación que recupera lo popular inferiorizándolo, neutralizando su potencial desviante).

¿Cómo, desde el arte, abordar lo popular no populistamente: sin esencializar su categoría, sin dogmatizar su referencia, sin mitificar su significado, sin romantizar su existencia? [ 1]

Aún sabiendo de estos peligros y dificultades, es vital para la creatividad artística,  potenciar  la fuerza crítica de los desarreglos de la mirada y del juicio con que lo popular pervierte y subvierte  los marcos y enmarques vigilados por las ideologías del gusto de la tradición elitista de las Bellas Artes. Hace falta que el arte les de un régimen de intensidad a las mixturas disonantes de hablas sin pertenencia fija que se oponen a las traducciones uniformes, disciplinantes, de las gramáticas hegemónicas de la serialidad y la pasividad. El desafío consiste en saber cómo exaltar la conmoción de estos fragmentos heteróclitos -no autorizados por la síntesis homogeneizante de la cultura oficial- con que lo popular abigarra las geografías cotidianas donde conviven, a veces sordamente a veces estridentemente,  rebeldías, ilegalidades y bastardías.

En esta línea de preocupaciones se sitúa el proyecto de Juan Castillo, Geometría y sueño de barrio (2001), que busca “un punto de diálogo con lo “popular” sin victimizarlo ni redimirlo, sólo dar cuenta de su circulación y de los desajustes de voz que se producen entre las identidades populares y el formato hegemónico que normaliza y castiga las versiones no autorizadas por su imaginario conservador”. [ 2]

Centro y periferia

Primero,  el barrio: su comunalidad de vivencias y callejeos. J. Castillo se instaló a vivir por cuatro meses en la calle Club Hípico, a la altura de Carlos Valdovinos, Comuna Pedro Aguirre Cerda, para realizar un proyecto de arte que contemplaba, entre otras acciones, entrevistar a algunos de los habitantes de este barrio periférico para grabar el relato de sus sueños; documentar fotográficamente el adentro y el afuera de sus casas (y también sus objetos más queridos) en un registro de imágenes que luego se trasladó a una página Web de la pantalla electrónica; realizar una instalación-video (Galería Metropolitana) en base a cajas de luz que llevaban impreso un retrato serigráfico de los entrevistados; proyectar sus rostros de noche en las históricas paredes de un hospital inconcluso;  serigrafiar esos rostros y fragmentos de los sueños en carteles que se pegaron en los muros y el pavimento de toda la  comuna.

El “artista en residencia” Juan Castillo firmó con el barrio un pacto de solidaridad comunitaria que le permitió adentrarse en un mundo de familiaridades ya archivadas en rutinas y parentescos, evitando así que la prepotencia conceptual del arte llegara a violentar la doméstica conciencia de sí a través de la cual el barrio se intercomunica diariamente. Vivir en el barrio generó un marco de convivencia que puso el arte en relación horizontal con la red de intercambios y reciprocidades de las vidas comunes, de las vidas de la comuna, que no se sintieron agredidas por la brusquedad de una mirada intrusa, violadora, que se hubiese saltado los protocolos básicos de la confianza.

El articulador de las operaciones desplegadas por J. Castillo fue la Galería Metropolitana: extraño proyecto que, en la misma comuna de Pedro Aguirre Cerda,  trata de proponer una alternativa (de barrio) a los circuitos galerísticos institucionales y comerciales de Santiago. La arquitectura metálica del galpón de arte cita la precariedad de las construcciones industriales de la comuna haciendo un guiño de materialidades que subentiende el precio de las difíciles economías de la sobrevivencia que sus directores comparten igualitariamente con los vecinos y, también, replica el gesto que lleva sus habitantes a construir “una extensión de la propia casa (hacia lo que era su patio trasero), agregando nuevas piezas a la casa o readecuando para procurarse un espacio donde ejercer alguna ocupación (peluquerías, bazares, talleres, etc.)”. [ 3]  Es decir que Galería Metropolitana dialoga sobre arte con el barrio desde un espacio que se funde y se confunde con el resto de la cuadra, haciendo pasar casi desapercibido su corte artístico-cultural si no fuera porque, en el frontis del galpón de arte, un neón rojo hace fluorecer, intermitentemente,  el nombre de Galería Metropolitana.

¿En qué no se parece esta galería a los centros de arte que las casas de la cultura municipales de las comunas más pobres de Santiago suelen habilitar para labores de extensión y difusión culturales; en qué la Galería Metropolitana no  recuerda “la tarea estatal, nacional, pedagógica, de llevar el arte al pueblo, emulando el arte en campaña, en carpa artística, en tren, en container cultural, en casa de la cultura, en centro artístico municipal, o programa ONG alternativo o para-estatal”? [ 4]

Una de las principales diferencias entre los centros de arte poblacionales y esta galería radicaría en que las obras que ahí se muestran son producciones emergentes de artistas generalmente ligados a las Escuelas de Arte de la Universidad de Chile, de la Universidad Católica, de la Universidad Arcis, etc. ,que se caracterizan por el sello autorreflexivo de un experimentalismo artístico que adopta sobre todo el género de la “instalación” y que se legitima recurriendo al aval discursivo de la crítica académica. La acentuación paródica (“metropolitana”) que exhibe el nombre propio de la Galería Metropolitana designa la centricidad de esta red de medios institucionales y de recursos de valorización crítica -ratificada por el verosímil artístico de ciertas galerías establecidas (Gabriela Mistral, Posada del Corregidor, Animal, Balmaceda 1215, etc.); una centricidad que Galería Metropolitana busca des-centrar,  para que las obras tengan la oportunidad de lanzarse a la aventura de nuevos tráficos de sociabilidad artística volcados hacia los márgenes –imprecisos- de la ciudad.

Pero, ¿basta con invertir la dirección del tránsito –de las caminatas- que lleva los pasos de los visitantes de exposiciones a converger habitualmente hacia las galerías del “centro” (“la Galería Metropolitana como forzamiento de desplazamiento, como desmontaje de los circuitos prefijados (las rutas y horarios de la locomoción colectiva”), [ 5]  para que la propuesta de un lugar alternativo, de una galería de barrio, se formule críticamente como  “una operación dislocadora de los sistemas de estratificación cultural, por ejemplo, de las relaciones entre arte y clase social y de las relaciones entre alta cultura y cultura popular?” [ 6] ¿Basta con trasladar físicamente los cuerpos del centro hacia la prestada marginalidad del suburbio que les sirve de decorado a sus exóticas visitas de turismo cultural; basta con invitar esos cuerpos excursionistas a compartir la escena –una noche de inauguración- con otros cuerpos tan distintos y distantes en sus formaciones de gusto, en sus ritos culturales, en sus modulaciones de la sensibilidad, para modificar las asimetrías del poder que separan centro y márgenes, lo culto y lo popular, lo rico y lo pobre, lo hiperrepresentado y lo subrepresentado, lo legitimado y lo deslegitimado? ¿Qué valor tiene el encuentro forzado entre dos idiomas que cohabitan pasajeramente sin conocerse ni reconocerse (“que se miran sin tragarse”, dice Lemebel): el lenguaje del neoconceptualismo del arte de la instalación  que ha sido entrenado por los catálogos de las bienales internacionales y el habla de las culturas populares cuya cita visual es generalmente excluida (sin la menor conmiseración) del cifrado intertexto galerístico-metropolitano de la mayoría de las obras que privan así a los (no-entrenados) espectadores de la galería de todo auxilio de comprensión? ¿Significa esta cohabitación forzada algo más que una pintoresca escenografía de la promiscuidad donde lo popular, si bien desata fantasías de marginalidad bohemia, no logra acceder (ni su categoría, ni sus sujetos) a un real protagonismo de interlocución crítica en el debate sobre las definiciones de la cultura? ¿Es capaz el proyecto de Galería Metropolitana de darle un exigente  rango de contradicciones a la suma de equívocos y malentendidos que separan “al indiferente ojo poblador que hace un paréntesis entre la programación de Sábados Gigantes y la feria libre para ojear a la pasada las obras de los artistas plásticos que se exponen a la mirada iletrada del margen” y “el arte culto, la reflexión axiomática del concepto visual, los pliegues laberínticos del complejo pensar?” [ 7]

¿Qué haría falta para que el gesto de des-enmarcar el regularizado hábito galerístico del centro  produzca alteraciones no sólo en la circulación de las obras (haciéndolas cambiar simplemente de lugar de exhibición)  sino también, y sobre todo, en las gramáticas de producción-recepción del arte? ¿Cómo convertir la zona de roces y fricciones de la Galería Metropolitana en una ocasión para que el arte investigue su propia  zona de tumultos y beligerancias: de polémicas del juicio, de rupturas de la experiencia, de conflictos de aceptabilidad cultural, de disyunciones de la mirada entre, por ejemplo, lo crítico-experimental y lo pedagógico-comunitario como dos registros a menudo opuestos en sus voluntades de operación con el lenguaje?

Recordemos, en efecto, que una larga historia de enemistades –que subyace al conflicto populismo/vanguardias- opone dos modos contrarios de tratar los signos: mientras el arte populista se rige por el imperativo pedagógico, vulgarizador y concientizador, de querer transmitir el realismo de una esencia (lo popular como arquetipo de lo nacional) o la incontrovertibilidad de un dogma (lo popular como emblema de lucha y resistencia social) acudiendo a la referencialidad y la identificación directas para que la obra refleje (“ilustre”) la “temática” popular, el experimentalismo de las vanguardias se dedica, a cambio, a convertir el lenguaje mismo en objeto de sospecha y autorreflexión con sus fracturas y desmontajes estético-formales, distanciándose así de la “ilusión referencial” que suele guiar a las retóricas denunciantes y contestatarias de lo testimonial.  Este conflicto entre populismo y experimentalismo gira en torno, nada menos, que al concepto de “representación”, en el doble sentido –artístico, político- de la palabra: como mecanismo de figuración/transfiguración (el arte) o de delegación/sustitución (la política) de una escena, un cuerpo o una voz, que usurpan un lugar sea tomando “la apariencia de...” sea hablando “en nombre de...”

No es fácil, entonces, conectar entre sí estos dos lenguajes que, tampoco, deben ser reconciliados a la fuerza ya que sus antagonismos y controversias de lenguaje y representación son parte activa del debate crítico sobre las políticas y las poéticas del arte. Pero de cualquier modo vale la pena “asumir el desafío de hacer arte en lugares de Santiago donde se hablan idiolectos de sobrevivencia, donde la lectura de las obras pasará por códigos muy distintos al de las escuelas de arte donde se formaron sus autores, al de los circuitos internacionales de arte donde algunos ya están ingresando, al de los museos y las bienales. ¿Cómo entender estos proyectos de arte que incorporan la pobreza en su armazón? ¿Dónde se los puede inscribir y hacer productivos? ¿Cómo hacer su crítica?” [ 8].

Para que el contradiscurso del barrio logre formular una crítica política de la economía metropolitana del arte de galerías, hace falta, primero, que “centro” y “periferia” –dos términos sobreentendidos por la cartografía de opuestos frente a la cual Galería Metropolitana toma posición- no sean concebidos como localizaciones fijas, bloques homogéneos, categorías absolutas y rígidamente enfrentadas entre sí por antagonismos lineales, sino puntos móviles en un diagrama de fuerzas que circulan, transversalmente, por regiones de segmentación dispersa. Hace falta, también, saber que las “instituciones” no son espacios completamente lisos, uniformemente saturados por una racionalidad oficial del poder total,  sino planos a menudo accidentados por fallas que echan a perder el diagrama de una sistematicidad absoluta (la malla de ciertas instituciones “centrales” es suficientemente porosa para que se filtren en ella significados de oposición),  y que la “periferia” y sus “márgenes” carecen de la pureza heroico-contestataria de una radical externalidad al poder (ciertos espacios declamativamente “marginales” no logran trastocar ni mínimamente las composiciones de enunciados de lo hegemónico, porque sólo reproducen su sombra invertida en una réplica  simétrica). La parodia en neón de la Galería Metropolitana debe incorporar la complejidad diagramativa de estas zonas de agudas paradojas donde el valor crítico-oposicional del arte se juega midiendo cada una de las brechas e intersticios que separan las categorías (centro y periferia; márgenes e instituciones) de su autoevidencia.

Es cierto que hay que redoblarse la vigilancia crítica en torno a los simplismos de cualquier confrontación binaria (centro/periferia, lo oficial/lo alternativo, lo hegemónico/lo subalterno, etc.). Pero es cierto también que este cuidado metodológico no debe impedir que la mirada cultural fije su atención en el  proyecto  fuera-de-lugar  que ensaya Galería Metropolitana; un proyecto des-ubicado que pretende generar efectos de extrañamiento (cortocircuitos, desfases, interferencias) en el paisaje archicodificado del arte metropolitano de las galerías nacionales y que pretende, también, “reclamar, aunque sea en forma problemática, una conexión entre mundos que hoy se ven separados por la apatía y la indiferencia” [ 9].

Al invitar el arte de galería a cruzarse con espacios y tiempos urbanos cuyas revolturas son  impredecibles, la Galería Metropolitana despierta la imaginación de obras que, sin ella, permanecerían cautivas de la estrechez y mezquindad de ciertas leyes de autoreferencialidad del arte que fueron pactadas sobre todo para evitar los clandestinajes entre bordes inciertos que el sistema cultural considera demasiado riesgosos. La no-certeza de estos bordes irregulares y, a veces, chocantes, sirve para poner en tensión un cierto neoacademicismo del género “instalación” que cuida demasiado el formalismo del concepto y la tecnicidad de los medios (“el abuso conceptual de la instalación con su sobrecarga retórica, la búsqueda de una materialidad artificial de acetato y vinilo, la falta de espesor para ubicar sin extremos la tecnología)” [ 10]. Galería Metropolitana –que propone una  geografía en crisis” a través de la cual “entrar a lidiar con figuras mayores: la perversión económica, el desánimo ideológico, la vulgaridad institucional, la alienabilidad productiva”- [ 11] invita las obras a pensarse en el filo de las exclusiones y las discriminaciones, de los chantajes y las extorsiones, con los que el circuito profesionalizante del arte “culto” desprecia y castiga a su otro (lo “popular”) en su afán hegemónico por secuestrar la potencia extraviante de las impropiedades y las descolocaciones que discurren en torno a las fallas y los excedentes de lo social.

Interiores domésticos

Una de las secuencias que conforma el proyecto de J. Castillo es la que registra fotográficamente las casas de la comuna cuyos habitantes le relataron sus sueños a la cámara video. Contrapuestos a las fachadas de las casas que dan a la exterioridad pública de la calle, las imágenes grabadas de los livings confían lo popular urbano al registro privado de lo doméstico (lo hogareño, lo familiar); un registro sistemáticamente devaluado tanto por el experimentalismo conceptual de las vanguardias como por el arte político que lo consideran, ambos, antiheroico: demasiado apegado a las rutinas hogareñas de lo femenino. J. Castillo se atreve a asociar lo popular a la cotidianeidad de estos interiores domésticos (una cotidianeidad rebajada por el mito de lo popular heroico) en los que lo patrio, lo histórico-nacional y lo político-militante, se han miniaturizado a escala de un souvenir (un retrato, un cartel) que guarda el pasado utópico en el  discreto recoveco de una simple memoria de todos los días.

Los objetos del cotidiano, aunque formen parte de un orden simplemente doméstico, no dejan de cobrar sentido en función de “la jurisdicción del sistema de valores sociales” [ 12] que, al connotar su posesión, testimonia de un particular habitus de clase. Elegidos según combinaciones múltiples de repertorios simbólicos, estéticos y culturales, que exceden ampliamente la practicidad de las funciones y necesidades básicas ligadas a su valor de uso, los objetos cotidianos que modulan el orden doméstico hablan dialectos de clase tan sugerentes, aunque más difusos y retraídos, que los emblemas de lo social que monumentalizan la historia y la política en su representación grandilocuente de lo popular.

Estos interiores domésticos de las casas del barrio Club Hípico retratados por la obra de J. Castillo motivan en el espectador la curiosidad arqueológica de descifrar la suma de consuelos y desconsuelos –hecha rutinas de aseo o decorados habitacionales- que acompañó fielmente los ascensos y descensos sociales de quienes viven en ellos. Un arte del bienestar les ha ganado finalmente a las carencias,  gracias a una cuidadosa presentación de lo mínimo que combina los saldos y retazos de vidas tan precarias como los avances de aquella modernización que les sigue prometiendo comodidades y gratificaciones.  Pacientes acumulaciones de objetos que se ennoblecen gracias a las simetrías guardan las pertenencias y los afectos en repisas donde la carga del sacrificio se ciñe a la parquedad del mostrar.

La solemnidad de los marcos pone orgullosamente en valor estos archivos de la pobreza, sin que nada en el entorno trate de recubrir la escasez de bienes con los signos artificiales de una movilidad social que conectaría postizamente el pasado duro y esforzado con el sueño consumista de un futuro resplandeciente. Estos livings de barrio toman partido por la memorialidad de las huellas que,  aunque sólo se depositen en remanentes gastados, hablan de algo duradero en contra de la volatilidad de los tiempos con que las modas del consumo le pagan su tributo de vanidad a lo efímero. Lo “popular”, en estos livings, mantiene una prudente y recatada distancia frente a lo “masivo”, si por tal entendemos el conjunto de gestos y actitudes que uniforman las matrices del consumo industrial para estandarizar lo social bajo cosméticas publicitarias. Fuera del televisor –escenografiado como gruta mágica, como “animita”, diría Castillo-, son muy pocos los artefactos que delatan el vicio tecnológico de querer alcanzar el ritmo de  novedades e innovaciones que promueve el acelerado consumo y su disipado exhibicionismo de la vitrina. Tanto la pobreza de recursos como la meticulosidad del orden con que estos livings distribuyen su interioridad doméstica, muy lejos de los despilfarros comerciales, hablan  de “las orfandades, las múltiples cicatrices del desahucio” (C. Ossa) en una templada lengua de nobleza y sabiduría que mira con escepticismo los brillos de compraventa que desplegó la modernización neoliberal, en frívola complicidad con los exitismos del cambio y de la renovación.

La lectura estética que surge de estos livings desocupados, sin personajes que los llene de señas documentales que nos informen de las procesiones domésticas y de los ritos familiares que los habitan, tiene que ver con su vaciamiento fotográfico: con la  mudez de formas que, atrevidamente,  renunciaron a todo anecdotario de lo humano. Estos livings sólo lucen su amalgama de estilos en la fotogenia de una escueta composición-de-escena que se somete a la prueba del encuadre técnico. Sin ningún gesto o movimiento que rompa la estaticidad de la pose en la que comparecen, hieráticos, mesas y sillones, estos livings congelan la narratividad del testimonio (sociológico, antropológico) que busca folclorizar las tipologías sociales de sus ocupantes y suspenden, también, el juicio sobre las hazañas de lo popular al sólo evidenciar sus iconografías del habitar (los modos decorativos en que oscilan entre la exuberancia del detalle y la austeridad del conjunto, la tentación acumulativa del bazar  y la pulsión de orden) frente a una mirada que ni califica ni descalifica los actos de composición que retratan el mobiliario.

Estos livings vaciados de historias de vida someten a desconcierto visual la folclorización antropológica de lo popular. Un segundo desconcierto –mediático- va a sorprender nuevamente la categoría de lo popular al poner a sus casas (estas casas que se veían tan reconcentradas en el exiguo perímetro de su familiaridad doméstica) en inesperada tensión con incógnitas distancias. Tal como lo anuncia  en su catálogo, J. Castillo traslada el residuo periférico de estas imágenes de barrio a las ciudades primermundistas de Lund y Upsala en Suecia y, más vastamente, las hace circular, globalizadas, en una dirección de internet para que den la vuelta del mundo y naveguen así por las antípodas –geográficas y satelitales- del lugar en el que la pobreza arrinconó sus vidas  (“Muy helado para el sur, el rocío todo mojado y uno con ojotas en la mañana y recogiendo sarmiento, pasaba un avión de pasajeros, volando bajo, de esos grandotes llenos de pasajeros... de gente rica que podía viajar... entonces yo entumido de frío, no sé porque me dieron ganas de llorar y dije dentro de mí –algún día yo también he de volar)” [ 13].

Translocalizados, los modismos de lo popular chileno (de sus economías caseras) desafían ahora la traducción global que los expone al desequilibrio de los extremos ya que flotan, electrónicamente,  entre “tristezas de época” (la provinciana marca de su consuetudinario atraso) y “optimismos mediáticos” (el devenir-velocidad de sus señas ahora intemporales); [ 14] entre los símbolos agrietados de identidades patrimoniales y los flujos de  desarraigo que emite el no-lugar de la pantalla; entre su humilde reticencia a los brillos -sea por la opacidad de sus vidas grisáceas sea por su terquedad en resistirse a los espejismos del mercado- y el  efervescente contacto con la hiperactividad del mundo transparente.

Fachadas habitacionales

Livings vacíos y calles desiertas. La exterioridad de la calle que toda una épica de lo popular nos ha enseñado a dimensionar como escenario de violentas y grandiosas luchas ciudadanas (las marchas, las protestas, las concentraciones de masas), se ve aquí reducida a la “toma” fotográfica de fachadas tan discretas que lindan con la insignificancia, tan quietas que aplacan el recuerdo del fuego y de la barricada en un barrio que, sin embargo, debería guardar toda una memoria de sindicalismos y militancias [ 15].

La arquitectura de estas casas, “arquitecturas sin memorial que sólo buscan el reposo” [ 16], testimonia sobre todo de la falta de imaginación de los proyectos urbanizadores que, en una lengua de estigmas y victimizaciones ciudadanas, se vengaron de lo popular asignándole estas fachadas tiesas, humillantemente castigadas por la mezquindad del plan regulador de las comunas periféricas;  segregadas y condenas a la monotonía de un rostro inexpresivo. Lo anodino de estas fachadas carentes de toda marca de distinción ha querido sofocar lo popular bajo una capa de mediocre uniformidad que lo despoje de todo afán singularizador. Es como si, a estas casas, sólo les quedara abismarse en la resignada contemplación de la angostura de horizontes con que las rectas habitacionales tratan de emplazar y aplazar lo social para que ningún furor, ningún resentimiento quiebre el orden plano de la conformidad del día a día. Duplicadas por la repetición del mismo árbol o de la misma reja que multiplica sus parecidos en la serialidad del anonimato, estas fachadas -absortas en su propio desvestimiento- parecen entregadas a la suerte de esta delimitación de muros y calles que ha sido tan poco generosa con ellas en fantasías de estilo,  en proezas arquitectónicas,  en vestigios de antigüedad [ 17].

Al ver la mísera falta de personalidad de los muros y jardines en los que se comprimen estas gestas del diario vivir, ¿cómo dudar que su desnuda prosaicidad del metro cuadrado entre en aplastante y sofocante correspondencia con el dato según el cual “la comuna de Pedro Aguirre Cerda, comuna joven creada por decreto en democracia, sin consulta, marcaría el “fin de la historia” de un sector de San Miguel?” [ 18].  La imagen demasiado tranquila de esta neutralidad urbanística (aún más neutra por las calles desiertas: por la falta de transeúntes que la pueblen con el expresivo detalle de corporalidades despiertas) parece encontrarse a años luz de las ansiedades de la política, de los fulgores de la lucha. Aquí se produce nuevamente un vuelco en la obra de J. Castillo que mueve esta versión calmada del barrio hacia dos zonas de turbulencias que desensimisman estas imágenes de lo popular que, a primera vista, se vean tan ajenas a las grandes fiebres y convulsiones del pasado: la de la historia social (los muros del hospital y la población La Victoria) y la del inconsciente psíquico (la alborotadora fantasía de sueños y deseos que atraviesan la ciudad sin permisos de circulación).

Decíamos que “la comuna sin historia” de Pedro Aguirre Cerda fue creada para ponerle “fin a la historia”. J. Castillo transgrede esta condena a la obliteración del pasado combativo, practicando una doble y agitada memoria del barrio. Lo hace, primero, en un lugar –el hospital: el “elefante blanco”- que cita una historia política (la construcción del hospital se inició bajo el gobierno de Salvador Allende que lo proyectaba como el hospital más grande de América Latina y fue interrumpida por el golpe militar) y artística (en ese hospital ya abandonado, Lotty Rosenfeld y Pedro Lemebel realizaron –en 1989- una video-instalación y una performance). Son varios los signos políticos que se condensan en  la textura arquitectónica de los muros de este hospital que sirven de pantalla del recuerdo: los signos de una utopía salvadora que pretendía alcanzar lo imposible (la Unidad Popular); los de su destrucción por la violencia homicida de la dictadura; los de la ingeniería de lo posible con que el arreglo concertacionista pactó una democracia de los acuerdos (la Transición) que conjuró el peligro de los extremos hablando el lenguaje centrista de la moderación y la resignación. Entre la imposibilidad del ayer y el posibilismo del hoy, el arte lanza al vacío de una arquitectura rota las imágenes de sujetos populares que “sueñan” en este lugar de la interrupción del sueño, de la antiutopía, haciendo chocar  lo común y lo descomunal mediante el  agigantamiento de una escala visual que deforma los rostros y rompe la contención de su marco fotográfico. Es así como la des-mesura del arte venga a lo popular del apretado orden de fachadas que lo mantiene diariamente a raya: que recorta y somete su existencia a una indigna falta de proporciones.

Originalmente destinado a cuidar las enfermedades, el hospital de la comuna se ha ya olvidado de la misión higienizadora de tener que establecer un corte entre lo sano y lo insano.  Como lugar infectado (como lugar de drogas, asaltos y violaciones),  el hospital somete lo popular a los tumultos del margen -llámese: pobreza, delincuencia o abandono- para que el arte, sus medios y sus mediaciones, sepan de estos tráficos nocturnos por las agrietadas cavidades de un cuerpo social en descomposición; aquel cuerpo al que L. Rosenfeld y  P. Lemebel le rindieron un quemante homenaje, en sus intervenciones de 1989. La proyección de los rostros de lo popular en los sucios muros del hospital entra en correspondencia con la sucia historia de esta descomposición que afecta-infecta la mirada técnica del video con la purulencia del síntoma orgánico.

El otro lugar de memoria histórica al que J. Castillo traslada las imágenes de lo popular –los rostros serigrafiados, los fragmentos de sueños impresos- es la población La Victoria cuyos muros pasan así a ser un lugar de cita entre el ánimo comunitario de su pasado muralista de los años de la dictadura y los desánimos del presente.  La cita mural que provocan las serigrafías de J. Castillo mezcla las secretas grafías del inconsciente (el relato privado de los sueños) con los grafismos poblacionales –los grafitis- que llevan el discurso de lo público hacia desenfrenos expresivos no contemplados por los alfabetos burocráticos de la política: ambas escrituras ponen a prueba de desciframiento los aparatos de lectura de la sociología urbana que quisiera encontrarles a ambas una traducción fácil que disuelva toda marca de opacidad.

La palabra “soñar” conjuga el doble sentido de una secreta aspiración (un deseo) con el de una fantasía onírica. Ambos –deseo y fantasía- se alojan en lo más recóndito de las subjetividades individuales que tanto las pantallas del Hospital como las serigrafías pegadas en la Población La Victoria llevan a la  superficie pública de muros expuestos a la mirada de todos, dejando que lo soñado se mezcle, al azar de sus múltiples episodios callejeros, con otras narrativas también entrecortadas por la censura o la represión.  Ese tránsito que lleva los secretos de lo popular desde lo oculto y privado (los trasfondos del inconsciente) hacia la exterioridad de imágenes y palabras al alcance público, es otro de los movimientos que realiza el trabajo de Castillo para que lo popular hable con voces disparatadas que van desde el realismo poblacional de las vidas hostilizadas por la miseria hasta el irrealismo de aquellos sueños que, pasándose por alto las miserias diarias,  fantasean grandiosamente con tomarse el cielo por asalto.

Recordemos que las serigrafías de J. Castillo fueron pegadas en los muros de la comuna el día anterior a las elecciones de diputados y senadores (26 de diciembre) en las que se midieron las fuerzas políticas de la Concertación y la derecha. Santiago de Chile fue invadida por la propaganda de afiches que, fotogénicamente, buscaban repartirse los beneficios semánticos de la palabra “cambio” haciéndola objeto de promesas que invitaban a la “gente” (ya no al “pueblo”, cuyo término fue borrado del vocabulario de la política administrativa por sus acentos de revuelta) a sumarse a un futuro carente de toda imaginación. Los desbordes imaginativos de los fragmentos de sueños que J. Castillo afichó en los muros del barrio y de la población pusieron a la política en su sitio: en el sitio mecanizado de una discursividad oficial que regula el estado de cosas dominante sin permitir que ningún sobresalto de conciencia o rebeldía de ánimo eche a perder la racionalidad –y compostura- de los pactos (funcionarios, numerarios) que le sacan rendimiento al sistema.  Las serigrafías de J. Castillo hicieron coexistir durante algunos tramos del recorrido urbano de Santiago lo previsible de la política y lo imprevisible del arte, abriendo curso a anárquicas pasiones flotantes que se zafan de la planificación de las conductas con la que la matriz subordinante de la política a-sujeta a los sujetos. Fragmentos insurrectos de una psiquis colectiva echaron a correr por la ciudad los “misterios” de lo popular a través de hablas difuminadas, de relatos inconexos, de erráticas partículas de sentido, que desregulan los esquemas de traducción política y que critican –al pasar- el saber iniciático del psicoanálisis que se refugia en el diván para perseguir a lo oculto.

Las fantasmagorías de lo popular que J. Castillo desplegó en  los muros de la población la Victoria durante la última semana de diciembre 2001 hicieron su  aparición para recordarle a la ciudad  las desapariciones.  La misma lógica del retrato en blanco y negro trajo inevitables reminiscencias de los retratos de desaparecidos, de los extraviados en la sombra de los tiempos, que siguen punzando la memoria social con el dolor de la pérdida. Los que sueñan desde restos de utopías ya quebradas (“Soy un extrabajador de la empresa textil Yarur, después del golpe de estado fui una persona exonerada, estuve detenido en el regimiento Tacna, en el Estadio Chile, Nacional...  Mi sueño es ver a este país libre, y que este sueño pudiera proyectarse a lograr alcanzar el socialismo”) [ 19] se parecen a las víctimas de la muerte-en-suspenso de la desaparición, en tanto ambos carecen de una narrativa acabada: sólo hablan –entrecordadamente- desde la  infelicidad  cuyos significados heridos, sin sutura, niega la política de lo conforme que selló el pacto transicional entre redemocratización y neoliberalismo.  Los retratos de soñadores ideados por J. Castillo que hicieron su aparición un día cualquiera, a la vuelta de la esquina, y los retratos de los desaparecidos son ambos retratos  en negativo que arman la contracara del discurso en positivo que candidatos a diputados y senadores,  sonrientes en la pose del éxito de la campaña electoral, ofrecen como molde de un futuro banalmente lleno de logotipos y estereotipos que nada sabe de abismos del sentido, de desgarros de la subjetividad. Las serigrafías de J. Castillo lograron armar un enlace popular entre la fantasmalidad del sueño (inconsciente y tachaduras) y la espectralidad de la muerte (memoria y desaparición) como dos lenguajes llenos de fallas, de lapsus y de erratas, que perforan la representación social con sus restos inasimilables.

El proyecto de Juan Castillo titulado “Geometría y misterio de barrio” [ 20] ha querido explorar ciertas materias y relatos de lo popular que se deshilachan en los bordes de las estadísticas oficiales de la pobreza y del malestar, sin que los diagnósticos de lo nacional sepan cómo interpretar los relieves expresivos de estas composiciones de vida, de sus arrebatos de la imaginación,  que no se dejan ni documentar como noticia ni verificar como dato. ¿Cómo podría dejarse formatear por el lenguaje de la  noticia o del dato estadístico la polivocalidad de ese relato de fugas, éxodos y migraciones:  “Nacido y criado en la población La Victoria... uno de mis sueños recurrentes es que despierto en la noche después de haber soñado que estoy hablando otro idioma, otro lenguaje, otro dialecto. He sido sorprendido por mi señora y ella me dice –ya estás transmitiendo en otra onda, en otro idioma” [ 21]. El sueño, el sueño del sueño, ocupa la noche y el arte –su movilidad promiscua-  para disolver las pertenencias fijas a un territorio de siempre, para serle infiel a una vida de siempre, adoptando posturas tan irreconocibles que hacen oscilar la coherencia de cualquier “sí mismo” de lo popular en la extrañeza y  la desfiguración crítica. El arte y la noche le dan virtualmente curso a ese otro idioma, a ese otro lenguaje, a ese otro dialecto, que se infiltran en el entre lugar (suturas, brechas, fisuras, dislocaciones) del discurso de lo popular para interrumpir sus relatos organizados y di-vagar por las orillas de lo convenido gracias al aventurero desorden de significantes que surge “del minucioso trabajo con los violentos detalles menores” [ 22]. 

Notas:

[1] Recordemos que, tal como lo señala B. Sarlo:  “las culturas populares no son un tranquilo espacio homogéneo sino más bien un campo de tensiones y tendencias, que definen momentos revulsivos respeto de las “buenas costumbres letradas” y también momentos reaccionarios desde el punto de vista de su propio régimen estético-ideológico”. Beatriz Sarlo, “Una mirada política; defensa del partidismo en el arte, revista Punto de Vista N. 27, agosto de 1985, Buenos Aires. p. 4.
[2] Carlos Ossa (los subrayados son míos) en el texto del catálogo “Geometría y misterio de barrio: un deseo de Juan Castillo” que acompañó la exposición realizada en Galería Metropolitana (Diciembre 2001), como parte de un proyecto mayor que fue financiado por el FONDART (Fondo Nacional para el Desarrollo del Arte). En este texto, me refiero más al “proyecto” de J. Castillo (al conjunto de las articulaciones diseñadas por su secuencia) que a la “muestra” de la Galería Metropolitana que, desde mi punto de vista, no supo recrear debidamente la procesualidad urbana de los tiempos y los espacios que cruzaban la obra entera. La instalación de Galería Metropolitana reificó la pluridimensionalidad viva de la obra: su esquematismo objetual no logró re-crear las energías de lo popular que circularon a través de sus materiales y texturas vitales.
[3] Así define su espacio Galería Metropolitana en su Catálogo de Presentación a la Bienal de la Habana. A la vez, el principio de autogestión de la galería se entendería como correlato y extensión artístico-culturales del principio de organización doméstica y familiar que rige en la casa –contigua a la galería- de sus directores, borroneando así la frontera entre lo público y lo privado.
[4] Willy Thayer, “El espejo de la circulación” en el Catálogo Ejercicio N. 2, p/a  que se publicó con motivo de la exposición de Marisol Frugone, Carolina Gelcich y Claudia Hernández en Galería Metropolitana.
[5] Texto de presentación de la Galería Metropolitana–firmado por Luis Alarcón y Ana María Saavedra, sus directores-, en el  catálogo de la primera muestra “Pintura de Alto Tráfico” (Julio 1998).
[6] Ibid.
[7] Pedro Lemebel, “Aires de arte en la periferia”, Catálogo “Pintura de Alto Tráfico”.
[8] Ricardo Cuadros, “Arte y política” en Arte y política; anomalías del espacio. Editor: Claudio Herrera. Santiago, Lom, 2002. P. 18.
[9] Francine Masiello, El arte de la transición, Buenos Aires, Norma, 2001. P. 15.
[10 ] Carlos Ossa. Op. cit. (El subrayado es mío).
[11] Claudio Herrera, “Gesto político, visualidad y clases productivas”, Catálogo Galería Metropolitana.
[12] Ver: Jean Baudrillard, Pour une critique de l´économie politique du signe,  Paris, Gallimard, 1972.
[ 13] Fragmento del sueño de Luis Jeria, en el catálogo.
[14] C. Ossa. Op. cit.
[15] El barrio en cuestión se ubica “cerca de la población La Victoria, la feria Lo Valledor, la industria Machasa (ex Yarur) y del parque André Jarlain, -ex poso arenero y luego vertedero municipal”. C. Herrera. Op. cit.
[16] Carlos Ossa, op. cit.
[17] “Toda esta población donde vivimos es una que fue producto de loteos de terreno, a fines del gobierno de Eduardo Frei Montalva y efecto de la toma de la población La Victoria, bastante cerca de aquí. Entonces, la mayoría de la gente construyó sus terrenos y auto-construyó sus casas”, dice Luis Alarcón.
[18] Catálogo Galería Metropolitana.
[19] Del sueño de Jorge Romero.
[20] Hablo del “proyecto” Geometría y misterio de barrio: un deseo de Juan Castillo tal como aparece, por ejemplo, retratato en el catálogo de la muestra o bien en la página Web, para distinguirlo de la “exposición” que tuvo lugar, como una parte recortada de ese proyecto, en Galería Metropolitana. Desde mi punto de vista, la muestra presentó una versión fallida del proyecto al no haber sabido recrear la procesualidad urbana de los tiempos y los espacios que cruzaban la obra entera. La muestra reificó la pluridimensionalidad viva de procesos y experiencias, en el esquematismo objetual de una visualidad rígida que no logró recrear el espesor vital de sus materiales documentales.
[21] Del sueño de Cristián Valdivia.
[22] F. Masiello.