Gerardo Zavarce Director de Artes Visuales (E), Fundación CELARG, Caracas |
Respuesta a Federica Palomero febrero de 2004 |
José Morales, Los artesanos, 1996 |
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La lectura de la década de los noventa, en el contexto de las prácticas culturales relacionadas con las artes visuales en Venezuela, resulta una tarea compleja. Los procesos vinculados con el campo de la cultura difícilmente responden de manera dócil a regularizaciones temporales que permitan definirlos, clasificarlos y conceptualizarlos de manera clara, cómoda y segura. Asimismo, pretender abordar las múltiples formas que adquieren las experiencias de creación cultural en los escenarios contemporáneos como unidades aisladas del entramado cultural que las constituye y alberga, es decir, del contexto, representa una omisión significativa para su lectura y regularmente esconde una estrategia que pretende adormecer y evadir el carácter complejo y crítico de las prácticas culturales en relación con su interacción con el espacio social. Por tanto, resulta importante acotar que la última década del siglo XX en Venezuela se conforma precedida de grandes transformaciones sociales, culturales y políticas, vitales para su comprensión. En este sentido, para desarrollar un ejercicio que nos permita considerar una perspectiva amplia sobre algunos aspectos de las prácticas artísticas de los años noventa, vale la pena mencionar dos sucesos históricos: “El Viernes Negro” (1) y el llamado “Caracazo” (2) que definen de manera directa el devenir de los años que pretendemos abordar. A partir de estos hechos y de forma dramática, los años noventa inician su desplazamiento cronológico en el marco de un contexto político y sociocultural de gran movilidad y complejidad. Las intentonas golpistas del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992; la desincorporación de Carlos Andrés Pérez de la Presidencia de la República el 20 de mayo de 1993; el triunfo electoral de Rafael Caldera en diciembre de 1993, bajo la coalición política de centro-izquierda denominada Convergencia; la aparición del llamado movimiento bolivariano como fenómeno político y social; el triunfo electoral de Hugo Rafael Chávez Frías en las elecciones presidenciales de 1998; el proceso constituyente y la promulgación de la nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela en 1999; son hitos que reflejan los marcos cambiantes y conflictivos en los cuales se desarrollan las experiencias de creación urante esta década. No obstante, resulta significativo y hasta paradójico que bajo un clima de múltiples transformaciones y movilizaciones socioculturales, los diagnósticos especializados del campo formal de las artes visuales en Venezuela, apunten a definirla como: “Los noventa: una década sin prodigios” (3); “La década diluida (Rumbo para un barco ebrio)” (4); “La década del desencanto” (5). Este sentimiento queda sintetizado en las palabras de Pablo Antillano, quien refiriéndose al ámbito de la acción cultural de estos años, a través de un artículo titulado “Balance cruel”, apuntó: “¿Qué será lo que hace falta?. ¿Más y mejor periodismo? ¿Una revista? ¿O es que la realidad por más agitada que parezca siempre estará destinada a escabullirse como las cenizas de un papel quemado?” (6). Ciertamente, en Venezuela el campo formal del arte de los años noventa está atravesado sustancialmente por este sentimiento de desasosiego e incertidumbre, en palabras del curador Félix Suazo: “De cierto modo, el arte de este decenio es hijo del desencanto de una cultura que ya no cree en utopías ni milagros” (7). En muchos casos estos sentimientos están impregnados de prefijos “post”, anuncios de muerte y la convicción de una historia en mayúscula, ahora sin sujetos, que agoniza. Ahora bien, estas perspectivas desanimadas de la acción cultural de la década de los noventa se construyen a partir de prácticas artísticas que encuentran su reconocimiento y legitimación a través de los referentes especializados exigidos por investigadores, curadores e instituciones. Estos protocolos, de manera hegemónica, son definidos desde los grandes centros de producción de sentido y responden a una particular y desigual manera de querer ordenar y hacer visible las prácticas culturales. No obstante, esta dinámica al tiempo que construye una imagen aparentemente legítima y visible del campo cultural, hace posible la conformación de un espacio de invisibilidad y de silencio, que alberga a las experiencias de creación cultural que no se articulan a través de los protocolos de legitimación exigidos por las comunidades de especialistas. Desde estos espacios “invisibles” del campo cultural de las artes visuales emergen propuestas de creación que retan dialécticamente a los diversos aparatos de categorías analíticas que tradicionalmente se utilizan para definir los límites, patrones y valores de lo que es considerado arte por los especialistas. Del todo vale al todos valemos. La insurrección de los creadores invisibles Durante la década de los noventa muchas experiencias de creación logran operar más allá de los límites concebibles dentro del estatuto del arte. Muchas de estas experiencias traspasan las nociones de autor, de museo y de curador. Se articulan a través de un marcado carácter de intervención sobre los distintos ámbitos de la realidad donde participan con la finalidad de generar procesos de reflexión y transformación. Estas experiencias, disímiles en sus rasgos, actores, y propósitos, tienen como elemento común la intención de trabajar con los elementos propios del contexto y la disposición para articular aproximaciones/intervenciones críticas a la realidad. Tal es el caso del llamado Grupo Provisional que a partir de la confluencia de cinco creadores: Félix Suazo, Domingo D’Lucia, Juan José Olavarría, David Palacios y Juan Carlos Rodríguez, genera estrategias de creación que no se restringen a la producción material, sino que abordan los distintos fenómenos que constituyen, contextualizan y legitiman, a las experiencias de creación en diversos ámbitos: una fábrica, una comunidad, un salón, una exposición, un centro de salud o un campo deportivo. Asimismo, el autodenominado Escuadrón Sudaca, integrado por los creadores Iván Larraguibel, Alejandro Rebolledo y Joaquín Urbina, intervienen dentro del territorio fronterizo de la publicidad y lo político para generar lo que ellos denominan: “detonantes culturales” mediante estrategias de “terrorismo simbólico” que se encuentran contextualizadas en los diversos referentes que conforman la realidad sociocultural. Igualmente, desde Mérida los integrantes del grupo Danza-T, fundado en 1987, penetran los distintos escenarios de creación: el texto, la danza, el teatro, la calle, el video y la fotografía. Su interés se centra en desarrollar una actividad de liberación pedagógica sobre las distintas comunidades de la región a través de la experiencia estética entendida como un instrumento de ejercicio lúdico. De manera singular Mayra Bello “Cayita”, una creadora que recoge objetos de la calle desde los sucesos del 27 de febrero de 1989, ha logrado participar junto con el artista plástico Juan Carlos Rodríguez en diversos espacios expositivos del país, mediante el discurso de la coautoría. Sin embargo, resulta singular que su propuesta de creación sólo logra presentarse en los espacios formales a través de esta estrategia de trabajo dialógico. Es decir, Mayra Bello sólo es reconocida como objeto del diálogo del artista Juan Carlos Rodríguez quien por su rol de experto es el único reconocido por el campo institucional del arte. A fin de cuentas, la autoría compartida como propuesta discursiva es recogida y sistematizada por el campo como una “dialogicidad domesticada”. Igualmente ocurre con el artista Luis Kafella, quien logra incorporarse como colaborador y no como autor al proyecto “Orden y Conveniencia” (2000) del creador Juan José Olavarría. Ambos creadores, Mayra Bello y Luis Kafella, desarrollan museos en sus casas para exhibir sus trabajos en el contexto de sus comunidades: el Museo Natural Bello (Barrio La Bandera, Caracas) y el Museo de la Verdad (Todasana, Edo. Vargas), al mismo tiempo que generan experiencias de creación como estrategias de concientización dentro de sus comunidades. A través de estas acciones ellos abordan distintas problemáticas locales: las drogas y el alcoholismo (Mayra Bello); la salud y los derechos humanos (Luis Kafella). El pintor de Santa Capilla, Félix Rodríguez Catarí, y el escultor de la conocida “Plaza de Los Museos”, José Morales, desarrollan sus trabajos creativos desde el espacio singular de la calle; sus temas se inscriben en el marco de los sucesos cotidianos, políticos y culturales del país, sus propuestas son testimonios de los acontecimientos sociales y transformaciones de la Venezuela actual, su temática por excelencia: los territorios populares urbanos. Estos creadores integran, todos en su conjunto, la insurrección de ciertas prácticas de creación que muchas veces permanecen en los espacios periféricos de la (s) historia (s) del arte. Operan en los bordes y desbordes de la creación, en las calles, en los barrios, en las comunidades, a través de Internet, en las vallas publicitarias, en las marchas, en las manifestaciones políticas, en las paredes, en las plazas. Regularmente, los investigadores y curadores se reúnen para discutir si estas experiencias de creación pueden ser consideradas como arte. Para muchos su valor no es de orden estético sino antropológico y por lo tanto estarían de acuerdo con exhibirlos, junto a los peces y los leones, en el Museo de Ciencias. Para muchos sus creaciones no guardan relación con los “verdaderos” valores del arte como expresión de la cultura occidental. Para muchos es inconcebible su articulación como discurso visual dentro del espacio público de una institución cultural que, a su juicio, debe estar reservada para lo que ellos definen como bueno y por lo tanto valioso. Indudablemente, para muchos de estos especialistas la concepción de las artes a partir de la segunda mitad del siglo XX, no ha experimentado un proceso de transformación que la haya llevado de una consideración utópica, universal y trascendental a una perspectiva discursiva, contextual y política. Por lo tanto, no consideran válido que las artes sean susceptibles de ser comprendidas desde una visión dialógica y multidisciplinaria. Su argumento principal y en muchos casos sin mayores explicaciones es: “En el arte no todos valen lo mismo” (8). En este sentido, el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, a través de la Dirección de Artes Visuales y en el marco de la exhibición Arte venezolano del siglo XX, recoge a un grupo de estos creadores y los integra a sus espacios de exhibición y simultáneamente se integra a los suyos, para afirmar que el “todo vale” como paradigma cultural que atravesó la década de los noventa como moda intelectual, se tradujo, desde las latitudes de América Latina en general y de Venezuela en particular, en la idea del “todos valemos” como principio de alteridad: identidad y diferencia. Alteridad, como exclama Octavio Paz, “es el concepto real de la comunicación” y para nosotros cultura es comunicación, reconocimiento y participación. |
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