Cuando
pensamos en patentes se nos viene a la cabeza el motor de inyección, la fórmula
de Coca-Cola, la fregona... Pero pocos pensamos en el SIDA, en las plantas
de soja o en un ratón enfermo, y no está fuera de lugar. Las patentes se
crearon para proteger la propiedad intelectual sobre un invento o creación,
pero han evolucionado a medida que las empresas crecían. Ya no sirven sólo
para proteger a los inventores; se han convertido en el modo de crear
monopolios, de proteger cualquier cosa que tenga aplicación industrial.
Por eso son fundamentales para las empresas, que han descubierto que la
vida es un bien valioso. Y también muy rentable.
Este año entra en vigor una directiva de la Unión Europea que reconoce
las patentes sobre la vida, y hace dos prohibiciones explícitas: la
clonación y modificación genética de seres humanos y el uso de
embriones humanos para fines industriales. Si hace falta prohibirlo es que
es posible y las aplicaciones económicas parecen no tener fin. Las
patentes aseguran el futuro de esta nueva industria.
Los motivos para patentar tanto células y genes humanos como semillas
vienen a ser los mismos: se cree que los beneficios de la terapia génica
serán millonarios en un futuro relativamente cercano. De nuevo las
patentes se hacen imprescindibles para que esta nueva industria sea
rentable.
El bloqueo es uno de los problemas más importantes. Las empresas patentan
un gen en cuanto lo aíslan, aún sin conocer sus aplicaciones. Los científicos
tienen que pagar en la medida en que su investigación se va encontrando
con material genético patentado. Y si no pueden pagar no investigan.
Punto. Las empresas tienen derecho legal para denegar el uso de
"sus" genes a quien no pague las licencias. De esa manera
controlan los posibles descubrimientos y se reservan en muchos casos
derechos sobre su aplicación comercial. Las investigaciones quedan
paralizadas hasta que todos los intermediarios se han asegurado su porción
del pastel. Es lo que se llama vivir de rentas, versión siglo XXI.
La bioprivatización o biopiratería, que es especialmente feroz con los
indígenas. Al menos el 80% de la población mundial depende de plantas
manejadas por indígenas para atender sus necesidades médicas, y al menos
la mitad de los habitantes del planeta usan semillas y productos agrícolas
descubiertos por pueblos indígenas. Las industrias del norte -con las
farmacéuticas a la cabeza-, se han dedicado a enviar corresponsales a las
aldeas indígenas para conseguir conocimientos sobre plantas. Así acceden
al uso de las más de 35.000 especies vegetales. Las localizan en esas
tierras desconocidas. Para elaborar un medicamento, las empresas centradas
en el sector farmacéutico necesitan estudiar diez mil plantas. En cambio,
si se cambia el laboratorio por el Amazonas o Papúa Nueva Guinea y se
consulta a sus chamanes, se elabora una fármaco por cada dos plantas que
se estudian. Se reduce el tiempo, se reduce el gasto -que suele ascender a
230 millones de dólares-, y el producto sale antes porque el trabajo de
investigación ya lo han hecho los médicos indígenas durante cientos de
años. De esta manera las empresas farmacéuticas facturan casi nueve
billones (con "b") de pesetas. Por supuesto, ellos no reciben
jamás un duro. Una vez que la planta en cuestión sirve para algo, la
empresa la patenta y los indígenas pueden llegar incluso a tener que
pagar cantidades astronómicas por consumir algo que hasta hace poco le
regalaba la tierra. Es un futuro posible.
No creamos que la manipulación de las semillas para lograr mejores
resultados es algo nuevo; lleva haciéndose de forma natural durante
cientos de años. El campo ha sido durante siglos el mejor laboratorio. En
la tierra los agricultores han experimentado métodos de cultivo y han
desarrollado las semillas más adecuadas para obtener el mejor rendimiento
en cualquier circunstancia. Así era hasta que llegó la industrialización.
Y con ella llegaron las multinacionales. Y en detrás apareció un ejército
de científicos criados en las universidades del norte que empezaron a
mirar hacia el campo con ojos de tubo de ensayo. ¿Qué se puede hacer
para mejorar la producción?
La agricultura biotecnológica se presentó en su día como la varita mágica
para solucionar el hambre en el mundo. Sin embargo, es evidente que de
momento no sólo no ha conseguido tan noble propósito, sino que además
va en camino de arruinar el modo de vida de millones de agricultores en
todo el mundo, que se enfrentan a un sistema pensado para los grandes, no
para los pequeños. Las multinacionales pelean encarnizadamente por
situarse a la cabeza del sector, y asegurarse de cara al nuevo milenio un
buen puesto como intermediarios imprescindibles entre el hombre y la
tierra. La feroz batalla para hacerse con las patentes de los nuevos
descubrimientos es la prueba de que los intereses económicos siguen
estando por encima de los intereses humanos. Son muchas ya las voces,
tanto de organizaciones como particulares, que piensan que si no somos
capaces de establecer una diferencia entre la fórmula de la Coca-Cola y
el genoma humano, es muy posible que no estemos preparados para seguir adentrándonos
en los secretos de la vida. |