Carmen Hernández

Curadora y crítica de arte

carmenhernandezm@gmail.com

Las políticas culturales, los museos de arte y el “pueblo” 

No pueden reducirse a lineamientos de las instituciones del estado-nación

Publicado en Question, Caracas, Año 2, N° 21, marzo de 2004, p. 37.       

Resulta urgente que comprendamos que nuestro momento histórico requiere de un mínimo de protocolos para poder ejercer cambios significativos en el orden de lo cultural. Aunque parezca reiterativo y hasta obvio, creo necesario señalar que ya es hora de entender lo cultural como una dimensión compleja y no como un “recurso”. Y en segundo lugar, entender que el término “políticas culturales”, cada vez más común, ha adquirido relevancia  desde los años 90 del siglo XX porque se ha redimensionado el rol de lo “político” enlazándose con el amplio espectro de lo social y por ello, las políticas culturales no pueden quedar reducidas a los lineamientos de las instituciones del Estado-nación.

Si no comenzamos a dilucidar un debate de lo cultural a partir de estas premisas, se seguirán invisibilizando muchas propuestas alternas que es necesario atender. ¿No son políticas culturales los dictámenes de la moda dados por las empresas transnacionales asociadas al vestuario? ¿No son políticas culturales las nociones de democracia dominantes en las discursividades de los medios de comunicación? ¿No son políticas culturales los planteamientos de muchos movimientos sociales? ¿No son políticas culturales las mediaciones y luchas simbólicas entre significaciones y representaciones en el propio campo textual?

Si se reconoce que lo cultural es un campo de luchas simbólicas, se puede establecer que las políticas culturales pueden ser tanto los modos de organización de lo simbólico como las estrategias de los actores sociales para mediar entre lo político y lo social. Aunque la tendencia conservadora continúa sosteniendo la idea de que las políticas culturales son  los mecanismos para instrumentalizar ofertas culturales específicas. Ana María Ochoa (1) aclara que en la práctica se evidencia una pugna entre la visión tradicional de entender lo cultural como objeto  válido por sus dimensiones estéticas y una concepción que entiende lo simbólico como mediador de transformaciones sociales. Las tensiones se gestan cuando el valor simbólico se traduce en valor económico relativo a las decisiones de inversión por parte del estado. Las políticas culturales de orden institucional forman solamente una parte de este universo porque la institución es solamente un segmento del espacio amplio de la  esfera social (estoy pensando en el museo o en el sistema del arte como instituciones).

Por las diferentes pugnas que se han visibilizado en estos tiempos entre diferentes grupos sociales, es perceptible que aún se entiende lo cultural de manera cosificada, como un “objeto” que representa un valor específico, es decir, válido por sus dimensiones estéticas y no como posibilidad de mediación simbólica.

Cuando se aspira a la democratización, descentralización y masificación desde el seno del Viceministerio de Cultura, se está asumiendo lo cultural como recurso puesto que se propicia una intervención formal de orden organizacional, de ampliación de los circuitos de circulación de ese “objeto” (previamente definido) cuya raíz se entronca con el liberalismo político que enfatiza en el consumo y por ello, es común encontrar frases como “amplio acceso a la cultura”. En esta tendencia “formalista” quedan fuera del debate el problema de los contenidos, que resulta vital si reconocemos que no somos iguales frente al consumo. Beatriz Sarlo, teórica argentina, nos advierte: “En el proceso cultural los sujetos no son efectivamente iguales ni en sus oportunidades de acceso a los bienes simbólicos ni en sus posibilidades de elegir, incluso dentro del conjunto de bienes que están efectivamente a su alcance" (2). La descentralización de la cultura transita más o menos el mismo camino si no se toma en cuenta que es necesario considerar la pluralidad de los participantes en el intercambio simbólico. No basta con crear mecanismos de participación en los cuales se continúen reproduciendo los tradicionales modelos “formalistas” que cosifican lo cultural. La descentralización como figura que represente un real mecanismo de participación debe también pasar por la reconceptualización de lo cultural y no solamente quedarse en la idea de la cultura como recurso “financiable” o no. Más allá de definir los contenidos a promover que generalmente responden a modelos hegemónicamente establecidos, es importante reconocer que las políticas culturales deben someterse a los acuerdos colectivos, como un debate constante que conlleva una lucha de representaciones que tienen sus propios mecanismos de producción, reproducción y circulación. Se debe entonces estimular el intercambio permanente y la movilidad del sistema, tomando en cuenta que la tendencia dominante privilegia representaciones hegemónicas.

¿Democratizando, descentralizando y masificando los museos?  

En lo relativo a las instituciones museísticas, que representan los núcleos de la actividad más conservadora (por la noción imperante del patrimonio como objeto), es posible que deban afectarle estos tres ejes. Sin embargo, hasta ahora los museos continúan trabajando según los parámetros operativizados de manera “natural” en las últimas décadas.

Al parecer, ninguno de estos ejes contempla un aspecto necesario: la reflexión sobre los objetivos que se quieren alcanzar, lo que en varias ocasione se ha definido como el “para qué” y que atañe a todos los niveles del campo de la creación, incluyendo así desde los productores hasta los consumidores.

Desde hace varias décadas también se está reflexionando al interior de la museología acerca de la necesidad de ampliar y diversificar las audiencias debido a que paulatinamente se percibe un distanciamiento cada vez mayor del público a estos lugares de “culto”. Son numerosas las estrategias experimentales implementadas en diferentes instituciones de este tipo cuya finalidad ha sido estimular procesos de identificación entre estos espacios y las nuevas audiencias. Algunas experiencias resultan novedosas y exitosas, como el caso del Museo Metropolitano de Tokio, donde los criterios se han ampliado y es el propio público el que interviene como creador, curador y museógrafo. Sin embargo, al no ponerse en cuestionamiento el “para qué” de esta modalidad, el sistema del “arte” permanece intocable pues lo que allí se exhibe continúa siendo un objeto contemplativo con todas sus reglas ya clásicas (obra como objeto autónomo, producto de una inspiración individual, original y finalmente, trascendente).

Cualquier posibilidad de redimensionar el modelo museológico asociado al campo del arte, debe pasar por una reconceptualización del sistema del arte como un segmento privilegiado del amplio campo de lo simbólico cultural, estimulando justamente la producción y difusión de aquellos planteamientos que cuestionan el interior del sistema como lugar de privilegio. Esta tarea ha sido iniciada por muchos creadores a lo largo del siglo XX, aunque finalmente podamos reconocer que han sido “cosificados” por el propio sistema del arte con su estructura institucionalizada (galerías, museos, casas de subastas, publicaciones, becas, etc). La redimensión museológica debe ir emparentada con una transformación simultánea de los mecanismos de producción y de consumo y por ello, el estudio de la audiencia debe hacerse “desde abajo” (siguiendo a Eric Hobsbawm), como una respuesta a las necesidades de una población que ha ido modificando sus hábitos de recepción cultural. No se pueden repetir las experiencias fallidas de los años 70 y 80 que estimulaban mecanismos de seducción, al estilo del estudio del raiting televisivo, que se sostiene sobre un prejuicio perverso de decidir por el “otro” como un minusválido. En estos tiempos recurrir al slogan “la cultura es del pueblo” es una redundancia, ya que la gente sabe y reconoce sus saberes. ¿Por qué recordarlo? Tal vez habría que preguntarse si en la preposición “del” no va oculta nuevamente la cosificación de lo cultural como un “bien” objetual.  Sospecho que detrás de este slogan existe el deseo de sostener las diferencias que tanto se acusan: el estatuto privilegiado de las “bellas artes” que al parecer, deben ser comprendidas y apreciadas por el pueblo desde ese lugar.

Mientras no se determine que las “políticas culturales” son negociaciones simbólicas que construyen sentido (noción de lugar en el mundo con sus respectivos procesos de identificación), la transformación de los museos será sólo un deseo discursivo. Creo que debería ser obvio recordar que en estos tiempos de globalización resulta necesario redefinir la misma noción de museo como lugar de conservación y difusión de una memoria, incluyendo la noción de patrimonio.  Mientras no se aborde el reto de ejercer una transformación en lo teórico y en lo práctico, el arte dentro de los museos continuará experimentando procesos de descontextualización con sus respectivos mecanismos de fetichización de la experiencia. Mientras no se propicie un debate permanente sobre las políticas culturales en un amplio sentido, se continuarán reproduciendo las desigualdades que se han producido de manera históricamente acumulativa.

Notas

(1) Cfr. Ochoa, Ana María (2002): “Políticas culturales, academia y sociedad”, en: Daniel Mato (Compilador): Estudios y otras prácticas intelectuales latinoamericanas en cultura y poder, CLACSO y Faces, UCV,  Caracas, pp.213-223.

(2) Sarlo, Beatriz (1988): “Políticas culturales: democracia e innovación”, en Punto de Vista N° 32. Buenos Aires, pp. 8-14.