Nelson Guzmán Doctor en Filosofía, profesor de la UCV |
Venezuela, violencia y cambios Noviembre de 2004 |
El paso de una sociedad rural hacia una moderna implica la fundación de un nuevo imaginario. Ese salto manifiesta la lucha de fuerzas resistentes al cambio y de imaginarios colectivos que decretan el valor de una nueva y única ética. Para el discurso dominante el otro es el escozor, lo diferente, de éste se puede prescindir por montaraz, por imbécil, y por poseer códigos de lectura inadecuados. El pueblo en la sociedad moderna y democrática sólo parece tener voz en el acto eleccionario. Hablamos de la democracia representativa, y de la verticalidad de un discurso impuesto vía aceptación, maneras consensuales de apropiarse de la sensibilidad. Estas fuerzas reaccionarias han servido para atornillar el totalitarismo, la violencia y el miedo a la muerte física. El garrote, y su precaria ingeniosidad no parecen haber desaparecido de la faz de la tierra. La oligarquía sigue allí cabriolando un discurso inaudible. El dinero y la terrofagia fueron el norte, ayer con Coplé, y posteriormente con el fracaso de un modelo de desarrollo que acentúo las diferencias sociales. La ultramodernidad ha contado con la ética de los cañones norteamericanos sembrando la muerte en Afganistán, reconcentrando su odio en el cuerpo social de los palestinos, y de los iraquíes. La violencia dictó su cátedra amarga cuando administraciones reaccionarias como las de Aznar, o el egoísmo desaforado y criminal de Tony Blair olvidaron que los otros eran ciudadanos, y que pertenecían a la raza humana, además tenían derecho a ser diferentes. El colonialismo ha dispuesto del otro como le ha dado la gana, yo juzgo a partir de mi racionalidad, sin preguntarme cuanto de mi política ha producido la radicalización. La guerra es la muerte de la obligada hospitalidad, señala a la vez un nuevo rumbo hacia el reconocimiento y la imposición de valores. En un planeta que luce cada vez más imbécil, reconcentrado en la masticadera chiclet, en el consumo de psicotrópicos, y en la vaciedad del verbo, se presenta el derecho de reclamar aquella parte del espacio público que me ha sido suprimida, arrebatada por unos medios de comunicación que nos han inmerso en la dictadura de lo insólito. El país fue desmoronado por el odio a lo autóctono, se impuso una cultura del pragmatismo, los viejos sarcófagos que representaban la nacionalidad fueron sepultados. Los jefes de la utopía, los visionarios de sueños resultaron lacerados y ocultados por el pachulí, y en el pleno fango de la cultura petrolera sus esfuerzos quedaron desparramados. La radicalización de la insurgencia implica la puesta en marcha de un país moderno. País y Nación marchan proclives en búsqueda de una salida. Las salidas políticas han estado ligadas a diversos idearios. El siglo XIX venezolano vio la insurgencia de hombres como el Mocho Hernández; quien en eventos electorales mostró la posibilidad de contarse, sin embargo el odio, y la intolerancia no podían señalar y sostener ese camino. La guerra destrozó -para decirlo en palabras de Ortega y Gasset- el alma típica venezolana. Cultura de la violencia; ésta dio resplandor a la muerte de políticos y militares eminentes: Crespo, Zamora y muchos más. Cuando Venezuela enarboló las banderas de la justicia, el cuerpo social supo siempre que se avecinaban momentos difíciles. La sangre estaba presta allí a regar como siempre los caminos. La godarria peleó, asestó golpes por mampuesto. Los golpes de Estado marcaron una Venezuela del heroísmo. Era necesario ser un héroe para pasar a las páginas de una historia que reclamaba más ideología que hombres capaces de darlo todo por la patria. La oligarquía nunca ha dejado de tener en mientes el golpe de Estado. No bastaba creer, lo más importante era organizar una tropa. Los males del alma no se curaban con el ruibarbo y la pomada boricada, era necesario el poder y las armas y el combate. Había comenzado la historia sin fin de la violencia. Fue por el poder, por su control que matan a Zamora. El poder, la historia como negación del proceso de identidad colectiva llevó al olvido de las luchas por la equidad y la justicia que se dieron en el siglo XIX, fuimos y somos víctimas del soslayo de ideologías retrogradas. Impulsados y aupados por el europocentrismo olvidamos la venezolanidad. Nadie quiso el pasado, éste se fue esfumando en las pantallas de la televisión. Los noticieros de la radio comenzaron a traer otros motivos. El petróleo conformó una nueva Venezuela. Lo más importante era el hoy, las sublevaciones, las desobediencias quedarían tipificadas en la historia de la patria como anomia, fue por ello que los partidos políticos, su aparición iba a señalar un nuevo rumbo, se comenzó a conquistar la idea de la tolerancia todo a fuerza de embauques, a fuerza de bajar la cabeza, y de saber por los adentros que la historia de la violencia no había terminado. Los espíritus empezaron a sosegarse, esa paz no fue posible conquistarla sino hasta 1935, todavía olía a pólvora, las carreteras guardaban el trote de los caballos. Se había peleado más de un siglo. Cada quien reclamaba su pedazo de tierra, los caudillos veían a la patria como privilegio, pero también como aventura, fue en ese imaginario semirural que surgieron hombres como Román Delgado Chalbaud el Falke, y su hastío de catorce años en la Rotunda, fue en ese mundo que los venezolanos comenzaron a decirle no a instituciones totalitarias que habían negado su probidad, y siguió dándose la guerra civil. Los hombres quedaron en las trincheras, las calles fueron buen cementerio para aquellos seres que desde la guerra de independencia buscaban un mundo de sosiego. El pasado continuo siendo fantasmal, allí los caudillos habían dejado sus carcasas en las mazmorras de una Venezuela que no conocía de los derechos humanos sino de las prisiones. Las guerras seguían pareciendo más un fenómeno de disidencia humana que la tempestad del espíritu. Los procesos de liberación en Venezuela siempre han pasado por la violencia. La independencia fue la lucha por deslastrarse del puño de hierro de una potencia dominante. El caudillismo no fue otra cosa que la ambición de la lucha entre intereses nacionales y trasnacionales. Venezuela continuaba siendo heredad del mundo. Lo más importante era el cacao, el café o el subsuelo con su petróleo. Las ambiciones en el país no han conocido tregua, cada quien ha pretendido erigirse en defensor de una justicia que tiene siempre su asiento en los intereses de los banqueros, en la ambición del privilegio, o en todo caso en una burguesía nacional desleal a sus propios intereses nacionales. La burguesía venezolana se ha acentuado más en el metalismo que en la ambición de desarrollar un país. Ha sido por ello que la preocupación se ha dado más por el afán mercantil que por el deseo de competencia internacional. Nosotros hemos sido herederos de mercachifles, el espíritu de la inversión pareció rebotar en Venezuela, era menos riesgoso vender que cultivar, y que instrumentar el desarrollo de una gran industria nacional. Las búsquedas han sido encaminadas más a luchar contra hombres, contra ambiciones personales, que a desarrollar una propuesta de país. El maleficio pareció encarnarlo en el pasado Páez y su alianza con la oligarquía, y también los presidentes vinculados con sectores parasitarios y sin ideas que vivieron del fiambre de la tierra y del deshonor de no saber hacer nada. En ese inmenso desconcierto Venezuela ve desarrollar su primera industria nacional (el petróleo) montada por el imperio. Comenzaba a desarrollarse un modelo rentista necesitado de la paz y del monitoreo exterior, para ello era necesario convertirnos en una gran trasnacional del pensamiento único, los valores locales fueron subsumidos en la diáspora. Los hombres luchaban por la modernidad, ésta significó el olvido de sí, la micro historia desapareció en el gargareo de los días. La noción del hombre a caballo, de ese último que fue Maisanta quedó en el muermo de los automóviles, o en los disparos de los rémington a repetición. Comenzaba a fraguarse una historia yuxtapuesta que pretendió olvidar sus orígenes y que reclamó a cada instante una modernización vacía y carente de identidad colectiva. |