Elizabeth Pazos

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Cuando lo ritual del gesto se ausenta - A propósito del festival de arte corporal

10 de septiembre de 2005

Había llevado mis sellos Panare para el encuentro, deseosa de ver un ceremonial en el cual se utilizaran.

Fue a propósito del Festival de Arte Corporal celebrado recientemente en Caracas, con participación internacional de esos extensos territorios psíquicos presentes en India e Italia.

Cuando llegamos a la Plaza Bolívar, oh desencuentro: un hombrecito pintado de azul tongoneaba de un lado a otro su desnudez sólo cubierta por delante con un minúsculo trapito. Quien lo maquillaba en aerógrafo lanzaba insistentemente al aire un leve rocío que no hacía sino exasperar a la audiencia, la cual como siempre se había agrupado pacientemente en las aceras que rodeaban el espacio central de la plaza. De las etnias anunciadas, ni polvo, ni siquiera el suspiro.

Cuando el aerografista decidió darle los toques finales a su arte, el hombrecito recibió el soplo de
aire en los genitales mientras todo el mundo miraba esperando la lógica respuesta corporal de llamado a la acción. Nada ocurrió, salvo que una de las espectadoras, flor de cayena tras la oreja, comenzó a decir en voz alta lo que todos pensábamos y luego de ello muy a tono con el decadente espectáculo, comenzó a cantar palomita blanca, copetico azul. Esto pareció animar al performancista, quien decidido se volteó, separó las piernas y le mostró el derriere, ya no sé cómo llamarlo. quien se dedicó a aerografiar sus más íntimas intimidades traseras, mientras el público aplaudía y yo buscaba las etnias autóctonas.

Cuando recargaba la cámara digital surgieron de la nada tres chicas de cabellera azabache y tobillos sembrados de canutillos rojos y azules: el resto del cuerpo se cruzaba en innumerables trenzados que harían las delicias de cualquier diseñador sofisticado: eran sus trajes rituales, sus diseños invitaban a la fiesta llevada por dentro y expresada a través de la risa inquieta que destellaba tras sus elegantes movimientos de sacerdotisas autóctonas. Aparecieron descalzas, livianas, con sus cutis lisos y sus miradas brillantes, llenas de alegría y picardía natural. Se agruparon una contra la otra, pintándose rapidito con un delicado pincel negro el rostro y el brazo: eso fue todo. Atiné a preguntarles de dónde venían y si eran hermanas. Eran del Caura, de la etnia Yekuana. Sólo estuvieron tres minutos porque empezaron a caer unas gotas un poco más insistentes desde el cielo y el espectáculo llegó a su fin. Creo que fue una protección de alguna deidad indígena local, ¿Quizás Amalivaca o tal vez It-che-Me? seguramente no pudieron contener las lágrimas al ver a sus bellas y dignas vestales compartir el escenario con un público no preparado para lo que venía sino acostumbrado a la sordidez de algunos shows públicos dirigidos y que al pueblo. Así no señores, así no es pueblo la cultura.

Qué bueno que estuvieron las hadas Yekuanas bendiciendo el lugar y que los Bari y Pemón brillaron en su ausencia. Guardé mis sellos en lo profundo del corazón, benditos una vez más en su silencio ritual y recordé unos trigramas del I-Ching que dicen algo así como: "Cuando las sombras avanzan el noble se ausenta".